El que corta el vínculo con la Madre Tierra
y sus flujos vitales se exilia.
Emma Goldman (1906)
Tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro.
Cuidar la infancia, cuidar el monte, contar historias.
Expropiado de redes sociales
Chernóbil está con nosotras en varios sentidos. De un modo general, que podría ser cualquier otro, es la memoria de una materialidad que oscila entre el recuerdo de la explosión y las consecuencias intangibles de sus implosiones en todo lo que toca. Los sentipensares de la energía nuclear y los efectos eternos de la radiactividad, eternos para casi todos los modos de vida, son un terreno que nos convoca y obliga a quedarnos con el problema (Haraway, 2016), así como a espesar la comprensión de un presente dañado y en ruinas (Tsing, 2015).[1]
En este ejercicio de intervención y reescritura busco entretejer nuestra relación con la temporalidad profunda, experimentada y especulada a través de las formas en las cuales los procesos de vida y muerte se enredan con la radiactividad, los plásticos y los virus. Las experiencias se recuperan a través de un pasado y presente inmediatos, mientras que la especulación de los futuros posibles se escapa de nuestra materialidad humana, por lo que solo nos queda pensar que, de manera irremediable, la agencia de los tres elementos mencionados quedará enredada por mucho tiempo con otros procesos terrestres.
Sentipensar (Escobar, 2014) (Jaramillo Marín, 2016) emerge entre acciones, discursos y territorios habitados por múltiples experiencias; se trata de una alternativa donde son inseparables los elementos que conjuran la existencia de cuerpos, espacios, tiempos; un concepto que entreteje co/razones, mentes con cuerpos, naturalezas con culturas, materialidades con discursos (García Bravo, 2020). De esta forma, sentipensarse lleva a cabo inevitablemente sobre experiencias conmovedoras que acontecen en el mundo.
Así, el territorio y habitantes de Chernóbil son una memoria activa que se materializa y actualiza a través de esta reescritura concreta, dado que sentipensamos colectivamente un evento del pasado y las formas en que nos inquietan sus resonancias. Congregadas virtualmente desde distintas latitudes, en parte separadas por las medidas de confinamiento que implican la convivencia con virus que irrumpen a escala global los ritmos – humanos – de la Tierra, nos enredamos narrativamente con las aristas de la radiactividad y sus afectaciones diversas en las formas de vivir y morir en un planeta dañado.
Mientras que la esperanza de vida de las mujeres en México ronda los 74 años, obviando un conjunto de variables que posibiliten llegar plenamente a esa cifra (feminicidios, precariedad, racismo, clasismo, etc.) el uranio-238 que habita en Chernóbil precisa de miles de millones de años para liberar toda la energía que contiene. Tal vez la potencia de tanta temporalidad acumulada podría ser la figuración material de lo eterno sobre la Tierra. Tanto en la versatilidad de los virus como en la ubicuidad del plástico se puede echar un vistazo a lo eterno de la misma manera.
Aunque Michael Marder (Transit Projectes, 2021) ponga en primer plano la existencia vegetal y no hable directamente de temporalidad acumulada, [2] sus ideas danzan junto con las nuestras al hablar de las capas complejas involucradas en los procesos de duelo y melancolía frente a la presencia de desechos radiactivos, lo que implica reinventar un tipo de “duelo nuclear” frente a lo enigmático e inmanejable de esta clase de materialidad, siempre presente, incapaz de asimilarse; una eternidad que fricciona con la brevedad de la existencia humana. [3]
Con lo anterior, la radiactividad y lo nuclear evocan a los entramados tecnocientíficos que las hicieron posibles, sumado a las capas del devenir histórico, las tensiones geo/políticas de ayer y hoy, así como a las formas en que re/escribimos y nos des/apropiamos del evento (Garza, 2019). Dicho entramado tecnocientífico – soviético – mostró la agencia explícita de compañías no humanas, isótopos con edades eternas que irrumpieron en todas las actividades planetarias, desde abril de 1986 hasta la fecha. Dentro de estas ruinas, las plantas son un gran ejemplo de coexistencia con la catástrofe; la creatividad vegetal resiste, aunque se encuentre despojada de las valiosas compañías de micro/organismos simbiontes, su supervivencia se enfrenta a otras condiciones de vulnerabilidad. Cuando las plantas agoten los elementos heredados de las tramas de estos micro/organismos que no pudieron convivir con la radiactividad, queda atestiguar el devenir de su historia de vida atravesada por la hostilidad que rompió sus redes.
Entonces, ¿cómo acontece el pasado en territorios bajo una latencia radiactiva? Para Marder (Transit Projectes, 2021) Chernóbil no es pasado, entre otras cosas, porque se irrumpieron los procesos de descomposición de la materia – vegetal – y con ello se trastocó a las redes tróficas que desde el 26 de abril de 1986 yacen al lado de residuos radiactivos. Las comunidades de micro/organismos des/componedores que son estructura y parte del suelo – arqueas, bacterias, micro y mesofauna de bichos, colémbolos y lombrices; los micelios y los hongos que emergen de ellos, etc. – no escapan los efectos de la radiación, de manera que las plantas y la materia orgánica asociada a ellas, por ejemplo, troncos de árboles, no pueden reincorporarse a los intercambios y flujos de las tramas de vida y, más bien, quedaron en cierta suspensión temporal, un encapsulamiento que ralentiza o imposibilita la continuidad de sus procesos de vida y muerte.
Por su parte, y como si los acontecimientos heredados de Chernóbil no fueran suficientes, enunciamos estas reescrituras en momentos convulsos, principal pero no exclusivamente para la humanidad, a un año y medio de confinamiento como medida privilegiada y preventiva frente a una pandemia viral, que al tiempo que agudiza las desigualdades y grietas dolorosas de un sistema insostenible, sigue arrebatando vidas y desatando sentipensares de modos incuantificables, de la mano con procesos de duelo y convivencia distantes, solitarios, dolorosos y poco acostumbrados en lo que era nuestra cotidianidad.
Entre la radiación y el virus está el acecho eterno de lo invisible. La estrepitosa explosión se masificó silenciosamente en implosiones particulares. Así como la herencia del espectro radiactivo ahora es parte de todas y cada una de las generaciones de seres vivos, la emergencia de la pandemia y sus consecuencias marcan una ruptura insondable. [4] Los virus son compañías enigmáticas porque su minúscula información genética llega para quedarse una vez que nos han infectado, mientras que nos negamos a prestar atención a un conjunto de prácticas que permitieron a un virus inocuo en ciertos tipos de mamíferos encontrar proliferación y bonanza en la humanidad. Con sus potenciales manifestaciones, la zoonosis acompaña de forma espectral y tiene el poder de hacer presencia a escalas globales. Los virus y la radiactividad trastocan nuestra materialidad de maneras inquietantes.
Pese a que los virus se componen de biomoléculas particulares, fragmentos de ADN o ARN resguardados en cápsulas de (glico)proteínas que se vinculan con las células de nuestros cuerpos para posteriormente invadirlas, decimos que son compañías enigmáticas porque comparten bases materiales con todas las formas de vida pero no se consideran algo vivo; no obstante, conviven e infectan desde bacterias hasta humanos, momento fundamental para su replicación y perduración a través de su paso por el organismo huésped, dado que carecen de otros mecanismos estructurales para su existencia y replicación autónoma. Se estima que son compañías antiquísimas y su información genética es un reservorio que posibilita intercambios y, por tanto, diferencias en la variabilidad de los seres vivos infectados, dado que los fragmentos genéticos del virus pasan a formar parte del huésped.
De una manera similar, en cuanto a su temporalidad profunda, la radiación y los virus se enmarañan con una diversidad de formas de vida, donde algunas coexistencias son más exitosas y resistentes que otras. Y es aquí donde se atraviesa la urgencia de contención, la necesidad de erigir barreras que resguarden las ruinas de una zona radiactiva o que impidan el paso de cientos de virus al interior de nuestros cuerpos, elementos de inmediatez en los cuales emergen más nudos y maneras de habitar los problemas, para bien y para mal, sobre todo porque se trata de contingencias frente a las cuales hemos tenido que improvisar distintos modos de convivencia.
Con lo anterior, problematizar la contención forma una bisagra contradictoria entre el riesgo, los esfuerzos y la necesidad que demanda la construcción de un sarcófago, para el caso de la radiación, así como la inevitable codependencia de los plásticos – de un solo uso – para el caso de los virus. La temporalidad profunda envuelve a Chernóbil, a la existencia de los virus, así como a la fabricación de plásticos, eventos donde emergen conflictos escalares [5] de convivencia entre estos actores y nuestros modos de vida.
En lo que atañe a la energía obtenida a partir de la vinculación y desestabilización de los átomos, así como los enredos de la coexistencia viral, pasamos a problematizar un conjunto de polímeros obtenidos a partir de las reservas de materia orgánica fósil que forma parte de la profundidad de la Tierra (i.e., los plásticos). La última capa de temporalidad acumulada se manifiesta en la inmediatez e incluso inevitabilidad de los plásticos, muchos de los cuales solo operan para un único uso. Una computadora para trabajar, un bolígrafo de notas, jeringas, guantes, envolturas para cubrebocas, caretas, material para intubar a quienes se les escapan los respiros. Cuando se presta un poco más de atención se hace ineludible la convivencia con algún tipo de plástico. [6]
Dentro de este enredo de ideas, en el espesor de nuestro presente está la ubicuidad del plástico. Cualquier cosa con un envase plástico que se haya consumido hace 30 años o más está desintegrándose lentamente en microplásticos, liberando aditivos y otras sustancias tóxicas en donde sea que se encuentre: océanos, ríos, bosques, desiertos, glaciares o cuerpos de organismos. El sentipensar de la naturalezacultura occidental contemporánea contiene, consume e irremediablemente convive con materialidades y tiempos que se le escapan de las manos, los cuales se enredan con modos de vivir y morir plagados de incertidumbre, sobre todo porque las consecuencias futuras de las agencias materiales de la radiación, los virus y los plásticos trascenderán por completo a la existencia humana como tal.
Aunque los micro/plásticos sean una preocupación de un conjunto de personas (Liboiron, 2016) (Liboiron, 2021), problematizar su coexistencia es complicado porque nos atan a ellos aspectos de dependencia, masividad e incluso inevitabilidad. Al mapear rápidamente nuestra cotidianeidad, ¿qué espacios se encuentran realmente libres de plásticos? Ahora bien, el asunto de quedarse con el problema (Haraway, 2016) está en evitar la ruta inmovilizante de la cancelación total de los plásticos – lo cual resulta un asunto imposible – , mientras se lucha por problematizar las formas en las que la materialidad de estos polímeros se enredan con la vida y la muerte, así como la conformación de rutas de acción plurales para evitar su sobreproducción y consumo masivo, sin olvidar la canalización de aquellos que ya son basura y los peligros de su desintegración.
Después de su explosión en escena, posterior a la segunda guerra mundial, los plásticos llegaron para quedarse, configurando al séptimo continente que nada y se engrandece en las aguas del Pacífico (Serratos, 2021). Los riesgos de la materialidad plástica son varios, desde su sobreproducción y falta de canalización, dado que no todos son reciclables, hasta los peligros de los aditivos, las sustancias que les brindan características de dureza, flexibilidad, color, etc., porque cuando un plástico se desintegra, libera estas sustancias químicas que resultan tóxicas en los ambientes circundantes; además de devenir en partículas microscópicas que pueden confundirse con comida en las redes tróficas marinas o, ser asimilados con facilidad por su tamaño diminuto, e irrumpir en los metabolismos de los seres vivos terrestres.
La secuencia anterior en el paso de plásticos a microplásticos y los aditivos liberados en el proceso corresponde a un evento percibido de manera reciente cuyas consecuencias comienzan a llamar la atención por sus efectos en la salud de los seres vivos y sus ecosistemas. Algunas de las consecuencias de coexistir con micro/plásticos están en su papel como irruptores hormonales en animales, su acumulación en los tejidos adiposos, así como su presencia en el agua, suelo, aire e incluso en los cuerpos vegetales (Liboiron et al., 2021). Van Dooren (Van Dooren, 2014) nos cuenta una historia más concreta y melancólica, al prestar atención al riesgo de extinción de las comunidades de albatros que habitan el atolón Midway, vecino del parche de basura plástica del Pacífico que trastoca fuertemente el arduo ciclo de vida y reproducción de las aves y sus crías.
Debe señalarse que, al dejar a su paso duelos más allá de lo humano y procesamientos emotivos graduales que dependen del momento histórico que los herede, el devenir de los efectos de la radiactividad, los plásticos y los virus son asuntos que llegaron para quedarse. La temporalidad profunda de dichos efectos es un enredo complejo del cual somos parte todas las formas de vida y ecosistemas de la Tierra. Sus consecuencias se reconfiguran en un conjunto de compañías espectrales en los territorios que habitan la radiación y memorias de Chernóbil, Fukushima, Laguna Verde, Goiânia y cualquier otro rastro nuclear; los micro/plásticos en el suelo, agua, aire e interior de los cuerpos de los seres vivos, así como la ligereza de los viriones que viajan en aerosoles liberados por el habla cotidiana, alimentando el ciclo infeccioso una vez que han invadido nuestros cuerpos, mutando y encarnando la incertidumbre que implica estar vivo y relacionado con otros seres y sus bases materiales.
Aún con la irrupción radiactiva (territorios atestados de micro/plásticos y múltiples convivencias virales), la vida encuentra maneras para florecer. Contamos con la historia entrañable y complicada de los descendientes caninos que no pudieron irse con sus familias humanas y que ahora acompañan a los guardias que monitorean la zona de exclusión. [7] Otra muestra asombrosa está en las formas de vida vegetal quienes, aunque con un tiempo y recursos de resguardo limitados, aprendieron a devenir con la radiación; pese a su resistencia, este ejemplo presta atención a la condición relacional de la vida, porque las plantas en los territorios trastocados por la explosión de Chernóbil no pueden perdurar sin los otros elementos de su entramado. Solo nos queda una melancólica postal que se consume a sí misma en ausencia de polinizadores y micro/organismos que reincorporen la materia orgánica al suelo. La radiación es un embrujo que congela.
Con este repertorio se anudan los hallazgos de la ubicuidad micro/plástica y la manera en la cual los vegetales y los demás organismos aprendemos, o no, a sortear su presencia y desintegración. Resta tomar con seriedad la inmediatez y dependencia que plantean los plásticos de un solo uso, así como las formas potenciales en las cuales podamos frenar su producción masiva. Más allá de las limitaciones del reciclaje, así como lo dificultoso y contaminante de su incineración, el tiempo y materia de los plásticos y los virus se enredan en el uso de cubrebocas, material hospitalario y de vacunación masiva, desinfectantes y otra clase de contenedores o elementos de protección que irremediablemente terminan como desechos, pero que son necesarios para nuestra convivencia con un agente viral altamente infeccioso.
Dicho de otro modo, miles de millones de virus diferentes habitando el planeta desde hace miles de millones de años, miles de toneladas de materiales radiactivos, miles de toneladas de micro/plásticos, miles de millones de años para desintegrarlas. Todo se enreda con todo de maneras indeterminadas y las consecuencias analizadas a cualquier escala son parte de problematización y espesura de nuestro presente, formas de aprender colectivamente a vivir en las ruinas, sin un afán universal de ofrecer respuestas a las complejidades de los mundos, sino de encontrar sentido en la riqueza y responsabilidades de devenir con otros.
De manera particular, ¿qué podemos agregar a la existencia viral y sus enredos temporales? Los virus son seres extraños y antiguos habitantes de la Tierra. Extraños porque tienen capacidades sorprendentes para entrelazarse con todas las formas de vida, de infectarlas, pero no puede decirse que son seres vivos, más bien son remanentes, fragmentos que engañan y se cuelan al interior de los micro/organismos ocasionando una diversidad de alteraciones en los mismos. Así, siguiendo a García-López et al. (García-López, Pérez-Brocal, & Moya, 2019) la inmensidad y flexibilidad de los virus los convierte en las entidades más replicativas y abundantes del planeta, cuya inmensa mayoría nada en las aguas oceánicas, conformando el 94% de todo el ADN contenido en los mares. A su vez, en el mundo danzan unos 1031 de viriones, es decir, las partículas morfológicamente activas e infecciosas que se vinculan e invaden a todo ser vivo.
Se trata de prestar atención a las dinámicas que acontecen en muchos parches ecosistémicos en los cuales prosperan comunidades de microorganismos conformadas por virus, arqueas, bacterias, hongos y otros eucariotas pequeños, por ejemplo, los microbiomas particulares que emergen a partir de las comunidades de criaturas diversas que habitan en nuestra piel, pestañas o intestinos. Dentro de esta diversidad, el viroma es la porción viral del microbioma, donde la mayoría de los virus infectan bacterias (aka bacteriófagos) (García-López, Pérez-Brocal, & Moya, 2019).
Cabe considerar que los millones de viriones pululando son el señuelo para poder invadir las células de los huéspedes. Cada partícula de virión comparte un patrón morfológico biomolecular que las células a infectar reconocen, al final hay una materialidad compartida: si el fragmento es ADN será un adenovirus, como el virus del papiloma humano (VPH), y si es ARN un retrovirus, como el caso del virus del mosaico del tabaco, el SARS-CoV-2 o el virus de inmunodeficiencia humana (VIH). Hablamos de partículas ínfimas que danzan colectiva y porosamente entre los micro/organismos, así como en una variedad de ecosistemas; seres que son elementos reactivos y ancestrales habitantes terrestres que cuentan con experiencia milenaria de reacción a un sinfín de circunstancias.
En efecto, la capa tecnocientífica es solo uno de los aportes para sentipensar lo viral, sobre todo atravesando una nueva etapa de la pandemia presente (agosto 2021), como una persona posiblemente asintomática pero potencialmente contagiosa, con miles de viriones reactivos y listos para infectar otros cuerpos. Otras capas relevantes que se enredan con lo viral no pueden ser ingenuas, neutras o limitarse a perspectivas exclusivamente tecnocientíficas aparentemente objetivas, porque para el caso del evento COVID-19 hemos transitado por mucho dolor, sufrimiento, precarización y duelos inimaginables desde la irrupción de esta situación indeterminada y volátil.
Sin duda, resulta imposible abarcar la multiplicidad involucrada en el manejo experimental de los virus, porque, recordemos, no pueden replicarse por sí mismos. Entonces – y desde el ámbito tecnocientífico – , ¿cómo se experimenta con ellos? De entre muchas otras formas, distintos virus y sus mecanismos de replicación pueden estudiarse, manipularse y conocerse con mucho éxito gracias a los territorios tisulares imprescindibles para el montaje de sistemas experimentales que emergen a partir de las células HeLa (Brookshire, 2020)(Jackson, 2020).
Cabe resaltar la complejidad imbricada de este episodio en la historia y presente de la tecnociencia, porque es éticamente obligatorio hacer memoria sobre las heridas, las injusticias sexistas, raciales, clasistas y los abusos de poder que hoy día persisten en torno a esta línea celular arrebatada y extraída del cuerpo de Henrietta Lacks sin un consentimiento previo informado, así como el ocultamiento inmediato de la información a su familia (Skloot, 2010). [8] La memoria activa de este acontecimiento honra el inestimable valor de las células HeLa y busca especular por futuros donde al revisar estos episodios de violencia epistémica se obtenga, para iniciar, la garantía de no repetición.
Sucede pues, que entre oleadas, semáforos, datos y vacunas reinventamos maneras de convivir con partículas que nos afectan a grados inimaginables, seres microscópicos que alteraron los ritmos de la humanidad. Y es justo aquí que acontece el cruce entre lo viral y lo plástico, dado que las mejores herramientas con las que contamos para dicha convivencia son: ventilación, lavado de manos con jabón, uso correcto de cubrebocas, vacunación, distanciamiento y/o aislamiento social. A esto se añade la demanda en la producción de desinfectantes y los andamiajes que acarrean la fabricación y transporte del material de vacunación, en la que el plástico de un solo uso es un elemento fundamental.
Visto de esta forma, la pandemia se presenta aún como un episodio abierto y contingente del cual vislumbraremos consecuencias más serias con el paso del tiempo y el devenir histórico del evento mismo. En un momento declarado en el que mucha gente tuvo la oportunidad, y muchas veces el privilegio, de bajar los ritmos obligados de transporte y socialización, debemos reconocer que el mundo se sostiene en los trabajos telúricos de explotación y cuidados no remunerados, (“Workers in Binh Duong Locked down in Factories to Counter COVID-19,” 2021)(“Factory Sleepovers Help Guard Vietnam’s Workers From Virus Outbreaks,” 2021) los cuales no han permitido parar a un buen porcentaje de la población al servicio de un sistema, del cual formamos parte de maneras muy inequitativas y sobre todo, contradictorias, porque muchas veces lo sostenemos con nuestra fuerza laboral al tiempo que algunas conjuramos sentipensares heterogéneos que hagan posibles otros fines del mundo humano con coexistencias más solidarias.
Visto de esta forma me pregunto entonces ¿cuáles son las redes que nos sostienen? ¿Por qué las cuestiones del cuidado cobran más fuerza en estos momentos? ¿Podemos aprender algo de los eventos que agudizan seriamente las condiciones de precariedad y explotación de los humanos, no humanos y la naturaleza? De la mano de García Bravo (García Bravo, 2021):
Ahora que se escucha el crujido del sistema, hay que seguir conectando intersticios, porque lo vital está en los vínculos […] Los trabajos imprescindibles de cuidar y mantener la vida, el limpiar y el sostener, la circularidad de la vida, la reproducción de las condiciones para vivir: el preparar la comida; lavar los trastes, asear el baño y todos los espacios; nutrir el cuerpo como unidad integral de emociones, sensaciones y necesidades, corporalidades siempre en relación, porque cuidar se liga etimológicamente con pensar, (cuidar del ant. coidar, y éste del lat. cogitāre pensar).
La forma de contar los puntos de convergencia entre las problemáticas heredadas de la radiactividad, los plásticos y la pandemia siempre puede ser otra, la cuestión es encarnarlos, darles sentido entre los territorios y coexistencias donde se enredan la diversidad de afectaciones que acontecen a su paso. Sentipensar nos moviliza a actuar colectivamente para especular el florecimiento de una diversidad de tramas en las que se premie el bienestar de los procesos de vida y muerte de los seres sintientes y sus territorios. Este proyecto de intervención y reescritura enredó a la radiactividad, a la pandemia y a los plásticos, que, además de conmemorar al presente, invita a que nos quedemos con los problemas y sus temporalidades.
En esta perspectiva, la promesa del desarrollo impuesta sin un consentimiento informado y sin considerar el principio de precaución se colapsa cuando lo nuclear afecta de manera irremediable los espaciotiempos de aquellos seres que no pueden imaginarse la complejidad de convivir con este tipo de energía. Al actualizar y entrelazar los argumentos de De Greiff y Nieto (Greiff & Nieto, 2005) respecto a la imposición colonial y transferencia tecnocientífica que posibilita tentáculos de control y dominación del norte hacia el sur, junto con las ficciones de Liliana Colanzi, parece que las consecuencias más atroces emergen en los espacios donde las personas y otras formas de vida no tienen idea del acecho de lo nuclear, porque ‘la tierra se ha fracturado y algo que estaba oculto hace mucho tiempo se derrama en todas direcciones’ (Colanzi, 2022). Así, los procesos de reescritura operan como una memoria imprescindible que resiste y cuenta historias diversas sobre la convivencia con este tipo de temporalidades profundas que trastocan cada trama y drama de vida.
Por su parte, lo vegetal y las plantas son el trasfondo de esta reescritura porque es difícil estar a la altura de la bella melancolía que habita todo el trabajo de Michael Marder y Anaïs Tondeur (Marder & Tondeur, 2016). Aunque la atrocidad y desesperación orillan a pensar salidas fáciles como las que ofrecen ciertas fabulaciones ficcionales que rebozan en lecturas apocalípticas y vengativas del mundo, p.e. The Happening (Shyamalan, 2008), donde se narra un momento umbral de la humanidad en el cual las plantas se vengan y nos asesinan, esto con el fin de recuperar bienestar ecológico que ha sido arrebatado por el exceso de contaminación, creo que es posible y necesario pensar otros fines del mundo (humano) alternativos a este tipo de narrativas catastróficas.
Solo contamos con el presente, nos enredamos con él, pero al final también pasa. En los territorios donde habitan los espectros nucleares, plásticos y virales se tejen coexistencias in/visibles que rexisten y manifiestan la urgencia de sentipensar las dimensiones ecocidas a partir de la problematización y el regreso a contar historias, releer y reescribir sobre aquello que aconteció, porque sus consecuencias se heredan y se añaden de formas complicadas a un presente agonizante.
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