26 de abril de 1986, operadores y técnicos de la Central nuclear Vladimír Ilich Lenin (mejor conocida como la Central nuclear de Chernóbil) se preparan para comenzar una prueba en el reactor 4. La reducción del voltaje en el reactor, perfectamente planeada y calculada, disminuyó más de lo previsto; la situación queda fuera de control. La prueba, ahora se sabe, terminó por convertirse en uno de los mayores desastres medioambientales y en una de las mayores catástrofes temporales. En ese momento, sin embargo, nadie lo advertiría (y los pocos que lo harían no imaginaban el alcance de lo que sucedería). Así, mientras bomberos, ingenieros, científicos y autoridades trataban de amortiguar los daños ocasionados por la explosión y los médicos lidiaban con los que fueron afectados de manera inmediata, Michael Marder, apenas siendo un niño, viajaba en un tren hacia Anapa, una ciudad al sur de Rusia situada en la costa del mar Negro, donde sufriría grandes dosis de radiación (Marder & Tondeur, 2016, 16).
Dos años antes, en enero de 1984, la Comisión Nacional de Seguridad Nuclear y Salvaguardias encontraría una camioneta abandonada en Ciudad Juárez (México) que emitía altos niveles de radiación. El vehículo en cuestión había servido de transporte para vender de chatarra lo que antes fuera una unidad de radioterapia adquirida por el Centro Médico de Especialidades de Ciudad Juárez, pero que - a causa de su desuso por no contar con un personal capacitado para que la operara - había quedado arrumbada en el olvido. Una vez recuperada para ser nuevamente abandonada (en esta ocasión en un depósito de chatarra), la unidad médica, descompuesta en distintos pedazos, mezclaría los gránulos de cobalto-60 que uno de sus cilindros (ahora perforado) contenía con el resto de los metales que día tras día camiones, grúas y otras maquinarias se encargarían de desechar, remover y recoger. De este modo, la camioneta encontrada por la CNSNS tan sólo sería una de las muchas otras fuentes de radioactividad de las que se tendría noticia ese año. Los metales que en algún momento estuvieron en el depósito de chatarra y que se mezclaron con la antigua unidad de radioterapia se convertirían en varillas y material de construcción que después serían exportados y transportados por otros vehículos a Estados Unidos y al interior de México para levantar los cimientos de numerosas edificaciones que servirían de refugio a sus futuros habitantes (Intervission staff, 2021).
De esta manera durante un largo tiempo y sin advertirlo, la energía radioactiva se extendería silenciosamente por territorio mexicano y estadounidense, tal y como sucedería los siguientes años al otro lado del Atlántico a partir del accidente de Chernóbil donde la radiación recorrería los rincones más insospechados. El tiempo por venir permanecerá, de este modo, imperceptible, oculto, fluyendo en la sombra del olvido. En comparación con lo que vendría, la prueba fallida en Chernóbil o la unidad médica abandonada no serán más que dos hechos fútiles que indiquen en su mutismo la puesta en marcha de un acontecimiento sin retorno. Treinta años después de estar dormitando en la cama de uno de los vagones del tren que lo llevaría a Anapa aquel abril de 1986, Marder testificará
[e]se es el verdadero significado de un acontecimiento: ocurre sin que nos despertemos por él, es decir, sucede como si no hubiera sucedido, confinado a la cosa misma, en la cosa misma, que sin embargo nos incluye, nos envuelve, nos agrupa en su asamblea, sin preguntarnos si deseamos ser incluidos. Las nubes de lluvia radiactiva de Chernóbil y la información oficial sobre el incidente, una como un espejo distorsionado de la otra, aún no nos han llegado y no lo harán hasta dentro de algunos días. Pero el acontecimiento está en marcha. Nos alcanzará, antes de que tengamos la oportunidad de alcanzarlo, si es que lo hacemos. Mientras tanto, la vida seguirá su curso ‘normal’ (Marder & Tondeur, 2016, 12)
Pero aún nosotras, inquiriendo por la temporalidad propia de un acontecimiento, podríamos añadir que ése es su verdadero tiempo: ocurre sin que siquiera nos percatemos de ello. Sin poder anticiparlo (pues sucede como si no sucediera, sucede sin esperarlo) ni alcanzarlo (pues, en el momento en que queremos atraparlo, éste se nos escapa), lo único que nos quedará de él es el polvo que va levantando a su paso, envolviéndonos y arrastrándonos en su curso aún sin que lo sepamos o lo queramos. Kairós, el dios del tiempo oportuno, ha perdido su último mechón y se ha quedado completamente calvo. Para cuando tenemos noticia de un acontecimiento, éste ya ha sucedido y sólo nos queda ver, desde la distancia, su marcha, sintiendo en el presente y en la proximidad la estela que deja a su paso. El olvido, de esta manera, no es más que la sombra desde la que se expresa tal fulgor. El tiempo de un acontecimiento se entreteje desde el olvido, y éste sólo retorna para mostrarnos en sus ruinas el paso del tiempo. Parafraseando a Marguerite Duras, muy pronto nos da(re)mos cuenta de que ya es demasiado tarde.
Lo arruinado lo está por el “transcurrir del tiempo”. Pero ¿qué es ese algo arruinado? algo, ¿el qué? Algo que nunca fue enteramente visible; la ruina guarda la huella de algo que aun cuando el edificio estaba intacto no aparecía en su entera plenitud (Zambrano, 2020, 295)
Por sus efectos perceptibles, sobre todo visibles, el Bosque rojo es probablemente uno de los fenómenos que más ha cautivado la atención de científicos, pensadores, artistas, y poetas. No es para menos. Después de la explosión en Chernóbil, el bosque que rodeaba a la central nuclear ponía de manifiesto algo hasta entonces inaudito: el curso biológico, al que toda vida orgánica está sujeto, quedó en entredicho; aquel transitar que va de la vida a la muerte para, nuevamente, retornar a la vida parecía haber quedado interrumpido. Los árboles (pero también otros vivientes) que habitaban en la zona son el testimonio viviente de este ciclo en suspenso. La tonalidad rojiza que cobraron tras el accidente no es sólo la expresión de su acelerado perecimiento, sino que, además, esa vida orgánica no está pereciendo como esperaríamos que lo hiciera. Aparentemente, su proceso de descomposición ha quedado cancelado. ¿Qué es lo que está sucediendo para que toda esta vida, ahora muerta, no pueda terminar de morir? Desde el punto de vista científico, la explicación es, hasta cierto punto, sencilla. De acuerdo con nuevos descubrimientos, los organismos descomponedores (como lo son algunos tipos de insectos, microbios, varias especies del reino fungi y algunos otros microorganismos) no fueron la excepción a los efectos radioactivos: también ellos terminaron por contaminarse, afectando inevitablemente su capacidad de desintegrar a otros organismos después de su muerte (Mousseau, Milinevsky, Kenney-Hunt, & Møller, 2014). Sin embargo, la claridad que nos proveen estos descubrimientos para explicar lo que sucede es inversamente proporcional a nuestra comprensión del tiempo, de los ciclos vitales y de sus procesos.
A partir de este hecho, por lo demás extraordinario, podemos darnos cuenta de que el Bosque rojo ya no sólo designa la zona que, por su proximidad, fue la más visiblemente afectada, sino que se convierte asimismo en un lugar del pensamiento privilegiado para cuestionarnos sobre el transcurrir del tiempo (y, con ello, el transcurrir de la vida y la muerte). The Chernobyl Herbarium. Fragments of an Exploded Consciusness - nos dice Marder en algún momento - es un intento por ‘pelear contra la indiferencia nihilista […] mediante un esfuerzo concertado de seleccionar, ordenar y exponer las trazas de la catástrofe para el pasado y para el futuro, como una conmemoración y una advertencia’ (Marder & Tondeur, 2016, 28). Sólo así, recolectando y pro-curando las ruinas de la catástrofe, trabajando desde y con su olvido (y nunca contra, pues sólo abandonándonos en él lograremos abandonarnos también a la vida que lo habita), podremos reconocer en ellas el testimonio de su historia así como de su decadencia (o, lo que es lo mismo, contar una historia desde su olvido).1 De esta manera, concepto de ruina será fundamental para comenzar con esta reflexión y este esfuerzo al que nos convoca Marder.
En las hojas y los árboles caídos de Chernóbil, podemos distinguir fragmentos de nosotros mismos, de nuestros cuerpos y de nuestros pensamientos. Habiendo crecido inicialmente como lo hacen las plantas, se han convertido en algo más que vegetación, a saber, en las ruinas de nuestra civilización (Marder & Tondeur, 2016, 28)
afirma Marder en el noveno fragmento. Estas líneas pueden bien ser tomadas como el eje principal sobre el que giran el resto de los fragmentos que componen al Herbario de Chernóbil. El paralelismo que establece el autor entre las hojas y los árboles caídos y nuestros cuerpos y pensamientos (donde ya ni siquiera es claro si son nuestros cuerpos y pensamientos o las hojas y los árboles lo que creció inicialmente como lo hacen las plantas para después convertirse en la ruina de nuestra civilización) es la clave que hace estallar a la conciencia en una serie de pensamientos fragmentados, tal y como lo señala el subtítulo Fragments of an exploded consciousness. Sin embargo, al mismo tiempo detona una pregunta central: ¿en verdad estos restos son las ruinas de nuestra civilización? O, para decirlo de otro modo, la pregunta que hemos de plantearnos es si, en efecto, podemos comprender a estos restos (ya sean los árboles del Bosque rojo o los edificios cimentados en material radioactivo) como ruinas y testimonios de la historia y en qué sentido. El pensamiento de María Zambrano será un punto de partida prolífico para comenzar a reflexionar sobre estas interrogantes, pues no es sólo que mantenga una cierta afinidad con Marder por la tradición fenomenológica que comparten, sino que además también dedicó una parte de su obra a pensar la historia, su relación con la naturaleza, y, curiosamente, su expresión en las ruinas en relación con lo vegetal.
La filósofa malagueña reconocía a las ruinas como el objeto por excelencia para pensar a la historia. Para ella, lo histórico no son los hechos convocados en la pureza o integridad de su pasado, sino que lo propiamente histórico es ‘la visión de los hechos en su supervivencia, […] lo que de ellos ha quedado: su ruina. Las ruinas son lo más viviente de la historia, pues sólo vive históricamente lo que ha sobrevivido a su destrucción’ (Zambrano, 2020, 292). Entonces, si las ruinas son aquellos restos que sobreviven al pasado, después de los acontecimientos radioactivos de Chernóbil y de México, ¿cómo podemos pensar en todos esos cuerpos que resistieron a su inminente destrucción? Indudablemente, esta primera característica, la sobrevivencia a su propia destrucción, corresponde con la situación que ahora padecen estos restos. El estado (im)perecedero de los árboles caídos en el Bosque rojo, por ejemplo, es prueba de una vida que sobrevivió a su propio cataclismo. Pero este hecho aún no es suficiente para poder afirmar por completo su carácter ruinoso.
Un segundo rasgo que distingue a las ruinas, según María Zambrano, es que éstas funcionan como un lugar sagrado, pues ‘encarna[n] la ligazón inexorable de la vida con la muerte; el abatimiento de lo que el hombre orgullosamente ha edificado, vencido ya, y la supervivencia de aquello que no pudo alcanzar en la edificación’ (Zambrano, 2020, 296). En este caso, el carácter ruinoso de estos restos ya no es tan sencillo de identificar (sobre todo en lo que refiere a los orgánicos y geológicos). La metáfora arquitectónica de la que parte la filósofa es, principalmente, el mayor problema. La edificación, como la arquitectura, corresponde a un registro humano, incluso puede que a veces hasta divino (después de todo, no olvidemos que el gran arquitecto es Dios), pero nunca al natural.2 La naturaleza brota, nace, crece, se disemina, se alimenta, se expande, muere, mas no es algo que se hace ni que se construya. Entonces, ¿dónde están y cuáles son las ruinas o los testimonios de lo acontecido? ¿Acaso sólo en las edificaciones abatidas (obras del quehacer humano) podemos reconocer a las ruinas de la historia?
Al recurrir al uso metafórico de la edificación, María Zambrano no sólo restringe a un grupo muy limitado el conjunto de objetos que podemos considerar como históricos (es decir, un conjunto que excluye de esta categoría a todo aquello que no sea producto del trabajo humano), sino que al mismo tiempo termina por reafirmar la separación aparentemente incontestable entre el mundo humano y el mundo natural que distingue al pensamiento moderno. Así, por ejemplo, llegará a decir que, del mismo modo en que el ‘edificar es un triunfo del hombre sobre la naturaleza, como lo es también la historia’ (Zambrano, 2020, 127), la vida vegetal que brota libremente entre las ruinas (símbolo de una vida pura y de su fuerza transformadora) es la muestra del hundimiento de la historia en la naturaleza, símbolo de ‘la pacífica revancha de la tierra humillada’ (Zambrano, 2020, 297). Con esto, podemos darnos cuenta de que, en el pensamiento zambraniano, la división entre el ‘mundo natural’ y el ‘mundo humano’ es en el fondo una petición de principio que tiene como fin legitimar un cierto proceso de reconciliación entre ambos mundos. La vida vegetal que nace de entre los márgenes y resquicios de las ruinas representa – si seguimos los presupuestos zambranianos – un proceso de inversión y superposición en la relación entre historia y naturaleza: con el tiempo, toda edificación (incluida la historia misma) irresistiblemente se doblegará ante la fuerza de la naturaleza; lo natural, por su parte, funciona coma esa fuerza que demanda su propia redención y la restitución de su sacralidad. En otras palabras, si la vegetación es símbolo de vida pura y fuerza transformadora, es porque ésta es una vida que nace de la muerte, del abatimiento y de la destrucción de lo que el humano construyó, liberando así a la naturaleza de la fuerza que alguna vez pretendió someterla (de ahí que su aparición sea interpretada como el momento de revelación de lo sagrado). Desde esta perspectiva, pareciera entonces que el arruinamiento, entendido como ligazón (o bien como religare), no sería sino la posibilidad de la pacífica reconciliación entre el mundo humano y el natural que restituye un cierto estado originario antes perdido: el de la tierra humillada.
La visión romántica de la naturaleza de la que parte Zambrano es, en este punto, innegable. En las reflexiones que dedicó a pensar a la naturaleza, a lo vegetal y a la tierra se percibe un tono nostálgico. No obstante, si señalamos estos límites, no es con el fin de generar un juicio apresurado que simplifique lo expresado. Por el contrario, son el punto de partida para comenzar a generar una reflexión más profunda que ponga en primer plano determinadas aporías y cuestiones fundamentales para comprender el carácter ruinoso de estos restos y su función. Así, para empezar, en una lectura más atenta nos podemos dar cuenta que, si bien las ruinas suponen la división de mundos, al mismo tiempo evidencian su indiscernibilidad. Las ruinas, en la medida en que representan el encuentro entre vida-muerte y abatimiento-edificación, se convierten en el lugar ontológico por excelencia que cuestiona y deconstruye la separación entre el mundo humano y el natural. En ellas, las fronteras se desdibujan y se confunden. Ya no es claro en dónde empieza y en dónde acaba cada uno de los reinos. No es coincidencia que Zambrano apunte a lo vegetal como condición necesaria de las ruinas. Frente a la pregunta ¿son las ruinas un producto natural o, más bien, un producto propio de la actividad humana?, por consiguiente, habría que contestar que ni lo uno ni lo otro, pues - como afirma la pensadora malagueña - no hay ruina sin vida vegetal. Pero ¿qué significa esto en términos históricos? Y, para ahondar todavía más en el argumento, ¿qué implica para nuestra concepción de la historia?
Entender a lo vegetal como una característica constitutiva de las ruinas no es una tarea sencilla. Quizá por ello sea mejor emprender el camino inverso, es decir, preguntarnos por el estatuto que ocuparían las ruinas si se pensaran aisladas de la vida vegetal. Al respecto, María Zambrano llega a advertir que ‘[l]a ruina nítidamente conservada, aislada de la vida, adquiere un carácter monstruoso; ha perdido toda su significación y sólo muestra la incuria o algo peor’ (Zambrano, 2020, 296). Si la filósofa identificaba a las ruinas como el objeto por excelencia para pensar a la historia, es precisamente porque reconocía en ellas las huellas de algo que fue y que quedó vencido por el tiempo pero que, a la vez, lo sobrevivió como aquello que no alcanzó a ser. En otras palabras, las ruinas son ese objeto privilegiado para la historia porque es por ellas que ‘aparece ante nosotros la perspectiva del tiempo’ (Zambrano, 2020, 293)): en ellas se articulan una serie de temporalidades que no se restringen únicamente a la triada lineal de pasado-presente-futuro, sino también otras que dotan de forma y fondo al tiempo mismo (el pasado que no deja de pasar, el futuro que nunca fue, el presente que es promesa pero también recuerdo, y aún otras series de conjugaciones que quedarían por pensar). En suma, las ruinas son apertura de horizontes temporales, pues lo que ellas ponen de manifiesto no es sólo el paso del tiempo sino al tiempo mismo. Lo monstruoso, en este sentido, es la alienación de la ruina respecto al mundo del que, en primera instancia, emergió como expresión de la vida que lo habita y que, en última instancia, lo constituye. En la conservación y aislamiento de las ruinas se descube así una operación de apropiación que signa en las ruinas la concreción de un crimen. El crimen en este caso es contra la historia. Es esto a lo que muchos han llamado museificación.
Contrario a lo que a menudo se cree, lo que el museo exhibe en la conservación de las ruinas no es la historia, sino su despojo. Mientras que el abandono de las ruinas en el mundo del que forman parte – y que componen y descomponen con su sola presencia – es aquello que nos muestra el transcurso histórico (entendiendo por ello simple y llanamente lo que sucede en el tiempo, con ese preciso carácter impersonal que denota no lo que uno ha hecho sino lo que se ha hecho), su aislamiento del mundo se revela como un intento por adueñarse del tiempo y de la historia, por hacerse su autor. Nada más contradictorio. Contradictorio porque busca hacerse dueño y autor de lo que no lo tiene, y porque, en el afán de preservar a las ruinas como monumentos que rinden culto al pasado, los horizontes que nos muestran el paso del tiempo quedan clausurados. La museificación de las ruinas se traduce así en la tentativa por anular el pasado y ocultar el porvenir; en otras palabras, como un intento por interdecir la posibilidad de la experiencia temporal: lo único que se experimenta ahí es un eterno presente (de tal modo que el pasado sólo funciona como la suma de todos los hechos anquilosados que justifican el presente y donde el futuro ya no es el anuncio del porvenir de lo (im)posible sino la confirmación – conocida o desconocida – del presente) Pero, además, las ruinas arrancadas de su propia mundaneidad también anuncian el retiro de la vida. Lo sucedido en Chernóbil es, al respecto, ejemplar.
La Zona de exclusión (un área de unos treinta kilómetros de radio que rodea a la central nuclear de Pripyat) se ha convertido en un hito para el ‘turismo nuclear’. Los motivos que despiertan el interés de los turistas por visitar esta zona son tan variados como los objetivos que aspiran cumplir las visitas guiadas: podemos encontrar desde el espectador que busca saciar su curiosa mirada al observar en primera fila un escenario postapocalíptico (en ese momento sólo hecho posible en la ciencia ficción) hasta los tours organizados para dar un recorrido vívido por la historia de la Era atómica a la par que ofrecen una visita aleccionadora sobre los alcances y riesgos de la tecnología nuclear.3 En todo caso, pensar en Pripyat como una ciudad congelada en el tiempo se ha convertido en una creencia compartida, y no podría ser de otra forma. Como sucede en un museo, pareciera que por la Zona de exclusión no pasa el tiempo: ‘[a]hí, todavía es, y seguirá siendo, abril de 1986’ (Marder & Tondeur, 2016, 58), escribe Marder. Pero, más allá del asombro que pueda generar este ‘viaje en el tiempo’, ¿por qué esto, en la mayoría de los casos, nos impresiona al grado de horrorizarnos? Lo aterrador en esto no es en realidad la interrupción temporal en sí, sino la suspensión vital que ésta supuso; lo que nos sume en el horror no es tanto el hecho de que Pripyat represente la petrificación de una ciudad a causa de su devastación como el hecho de que sea la devastación misma la petrificada (como si nunca se fuese a ir, como si nunca se fuese a terminar). Líneas arriba nos preguntábamos qué era lo que sucedía en la Zona de exclusión para que toda esa vida que ahí habita, ahora muerta, no pueda terminar de morir. Pues bien, lo que aquí hay que entender es que matar no es dar la muerte, sino quitarla: el despojo de la vida es al mismo tiempo despojo de la muerte. La museificación del mundo, cuya mejor representación la encontramos quizá en Chernóbil (aunque no solamente), alcanza así su victoria sobre la historia – que conquista anulándola – creando un nudo en el tiempo, que es, a la vez, un nudo entre la vida y la muerte.
Pero esta victoria, si en efecto es una, lo es sólo en apariencia y en un sentido muy particular. Lo que la ciencia y la tecnología nuclear brindaron al ser humano fue la posibilidad de considerarse ya no sólo como el artesano de los productos que fabricaba, sino de reconocerse como un ser capaz de iniciar él mismo procesos en el mundo (tanto naturales como históricos) y, en ese sentido, entenderse como su autor. Ya no se trataba pues de una simple relación instrumental que se sirve de los recursos de los que dispone, o no únicamente; lo que este nuevo paradigma técnico-científico introdujo fue una relación en donde el ser humano se descubría con el poder suficiente para ejercer su influjo sobre su propio medio y, en esa medida, con la capacidad de dirigirlo y administrarlo. Lo que no contemplaba, pero de lo que pronto se daría cuenta, es que su nueva capacidad como autor y creador también implicaba el desencadenamiento de los procesos de su propia autodestrucción. Ahora bien, en perfecta correspondencia con este paradigma técnico-científico, no resulta sorprendente que las respuestas frente a la narrativa de la extinción hayan sido, en su mayoría, unas que asumen la necesidad y exigencia de extender las virtudes del cuidado y la preocupación con el medio ambiente. Dichas exigencias, no obstante – y como bien advierte Claire Colebrook –, se revelan nuevamente como una coartada antropocéntrica, pues repiten la misma imagen reduccionista del mundo que sólo cobra sentido en relación con nosotros (es decir, en cuanto que es mundo para nosotros), además de presentar nuestra relación con él desde una visión normativa, domesticada y paternalista (Colebrook, 2019). La ceguera propia de este antropocentrismo se hace más que evidente en Chernóbil.
¿Qué es lo que realmente excluye la Zona de exclusión? En este punto, la respuesta es clara: en el lugar no han dejado de brotar distintas formas de vida; lo único que ha quedado excluido es el ser humano. Mas esta exclusión no es en realidad una cuestión de excepcionalidad, sino de alienación. Por esta misma razón, Marder propone el sintagma de zona de alienación (el cual, de hecho, es utilizado en Rusia y en Ucrania) como uno mucho más acertado y preciso para describir lo que ahí sucede, pues lo que este término indica es el proceso por el cual el ser humano se ha vuelto un extraño para el medio del que antes formaba parte. En otras palabras, lo que pone de relieve el nombre ‘zona de alienación’ es el hecho de que no se trata de una zona que de pronto, sin una razón aparente o por una cuestión fortuita, se haya vuelto ajena y haya desterrado al humano de sí (como si se tratara de una expulsión o un reclamo de la naturaleza, como muchos suelen alegar), sino que, por el contrario, el estado de exclusión en el que se encuentra el hombre es causa y consecuencia de una alienación autoinfligida (Marder & Tondeur, 2016, 54). De este modo, no es difícil ver que la auto-alienación, en términos históricos, se traduzca a su vez en un proceso de museificación del mundo en la que la experiencia, incluyendo la temporal, queda anulada. Así, Marder, refiriendo a Chernóbil, nos dice que ‘puede que no sea un lugar en lo absoluto, pues su temporabilidad y habitabilidad han quedado irreparablemente interrumpidas’, e, inmediatamente después, pregunta ‘¿[c]ómo se pasa por lo que no pasa, por lo que no se convierte en pasado?’ (Marder & Tondeur, 2016, 58).
No obstante, no hay que dejarnos engañar. No es que el mundo sea un museo en sí, sino que nosotros, al ser lo excluido, los aliens del medio, hemos estado haciendo del mundo un museo para nosotros. Si Chernóbil es un no-lugar, lo es en la medida en que sólo lo experimentamos, paradójicamente, desde la condición del distanciamiento y la inaccesibilidad que representa para nosotros. Lo mismo sucede con nuestra experiencia temporal. Si sentimos que el tiempo no pasa, no es porque no pase, sino que es un tiempo imperceptible para nosotros (y no sólo imperceptible, sino impensable: es más fácil para nuestro entendimiento concebir la idea de una eternidad que un tiempo de billones de años). Por eso es que Chernóbil es la escena de lo irrepresentable y por eso es que se vuelve tan complicado pensar la historia desde ese no-lugar. Lo cierto es que Chernóbil no es una ciudad congelada en el tiempo y mucho menos en la historia. Por el contrario, su forma de existir y sobrevivir, además de exhibir nuestro estado de auto-alienación, hace evidente la condición autofágica en la que se ha sumido el pensamiento occidental.
Ahora bien, ‘[l]a inmutabilidad eterna es poco más que un ensueño metafísico […]. Seres cambiantes por excelencia, las plantas plantean un desafío a la metafísica en Pripyat […] Definidas por la metamorfósis, las plantas transforman los lugares en los que crecen’ (Marder & Tondeur, 2016, 58). En la era del Antropoceno, la historia no puede seguir ignorando la íntima relación entre historia y naturaleza, y mucho menos seguir defendiendo su oposición. La división entre el mundo natural y el mundo histórico se ha vuelto ya insostenible. En ese sentido, la estructura misma del testimonio ha transmutado precisamente a causa de aquellos acontecimientos que, finalmente, pusieron en entredicho la imaginaria línea divisora entre ambos mundos al punto de quebrarla. se había hecho tan evidente hasta ahora – siendo las ruinas el testimonio de ese encuentro –. La historia (y, por tanto, el testimonio) ya no son figuras que pertenezcan exclusivamente a los sujetos con conciencia y control para decir lo sucedido, sino que el ‘mundo natural’ se ha convertido también en un testimonio histórico. Superando e incluso sobrepasando las capacidades propias de la conciencia, el encuentro entre el tiempo geológico y el tiempo histórico expone un tipo de testimonio que, antes que decir (en el sentido de λóγος – logos – que, desde Aristóteles, había quedado reservado únicamente para la especie humana y, específicamente, para los hombres libres), muestra y evidencia una relación y un movimiento ecomiméticos entre la geología y la historia. La historia ya no es exclusivamente humana, o, al menos, ya no puede seguir aparentándolo (pues quizá nunca lo ha sido); la historia posee marcas geológicas. Humanos o no, los cuerpos son el producto y los efectos que reflejan y dan testimonio de ese encuentro.
El presente es la suma total de todas las violencias políticas de la historia: los procesos coloniales de el pasado, y la terraformación que vino con ellos. Es por esto que el intento de predecir del futuro puede entenderse como una mezcla de impotencia y deseos de poder (Aranda, 2018)
Pareciera que lo sucedido en Ciudad Juárez durante 1984 fuera un caso excepcional, una serie de hechos encadenados producto del azar y la mala suerte. Era difícil creer que algo semejante pudiera volver a ocurrir, excepto porque lo hizo. Tres años después, se repetiría casi bajo las mismas circunstancias este infortunio, sólo que ahora en Goiânia, Brasil. Similar al caso mexicano, dos recolectores de basura entraron a un hospital abandonado de la ciudad y encontraron una máquina que desmontaron y posteriormente vendieron a un depósito de chatarra. Después de unos días, el propietario del depósito notó algo que llamó su atención: en la máquina que acababa de comprar había una cápsula de la cual emanaba un brillo azul, una clase de polvo o piedras que podrían ser muy valiosas. Fue entonces que decidió extraer el contenido y llevarlo a casa. Lo compartió con algunas de sus amistades y familiares. Lo que sucedió después ya se puede intuir: hubo varios afectados y cinco víctimas que murieron a causa de la radiación. Pero este no fue el fin del desastre. Dominados por el pánico, muchos de los habitantes de Goiânia se opusieron a que los recién fallecidos fueran enterrados en la zona, pues temían que sus cuerpos fueran un peligro para todos (a pesar de saber que habían sido descontaminados y sepultados en ataúdes de plomo para garantizar la seguridad de la comunidad). Para ellos, la muerte de las víctimas no resolvía el problema; veían cada cuerpo como una amenaza, como una ‘batería radiactiva’ (sic.) que, tal y como hicieron con las decenas de casas y objetos que demolieron, debía ser desechada como el residuo nuclear que era. Sus esfuerzos, en todo caso, fueron inútiles: los cuerpos de las víctimas fueron sepultados y sus tumbas selladas con concreto. El miedo, por otra parte, no cesó sino que se difundió todavía más. El comercio local disminuyó, nadie quería arriesgarse a comprar comida u objetos contaminados; varios habitantes decidieron abandonar la ciudad (Nepomuceno, 1987; Pappon, 2018).
En Ciudad Juárez, la situación fue en cierto modo contrastante, pues todo sucedió de una manera más sigilosa. Nadie estaba al tanto de lo que ocurría, de cómo, junto con la camioneta, la radiación se iba esparciendo imperceptiblemente por la ciudad y hasta había cruzado fronteras estatales y nacionales. Así permaneció al menos durante un mes hasta que el Laboratorio Nacional de los Álamos, Nuevo México, detectó y dio aviso de una fuente radioactiva cercana que estaba en movimiento. Para ese momento, el material radioactivo que formaba parte de la unidad de radioterapia ya se había convertido en material de construcción y ya había comenzado a distribuirse. A pesar de los esfuerzos de los gobiernos de México y Estados Unidos por recabar el material contaminado, se calcula que un aproximado de mil toneladas de varillas nunca se pudieron recuperar. Por fortuna, la camioneta que en principio transportó la unidad médica al depósito de chatarra fue más fácil de localizar. Estacionada en plena vía pública, en una zona habitacional, donde la gente transitaba o se reunía y los niños jugaban, la camioneta desprendía altas dosis de radioactividad. En efecto, en la caja del vehículo pudieron hallar los pocos gránulos de cobalto-60 que quedaron después de que éste hubiera circulado por varias zonas de la ciudad. Todos los objetos contaminados que se lograron recolectar, incluida la camioneta, fueron llevados a un cementerio radioactivo donde fueron enterrados y cubiertos en concreto para mayor protección (Blakeslee, 1984; Brooks, 2020). La duda, sin embargo, persiste: ¿dónde quedó el resto del material y residuos radioactivos que no se pudieron localizar? ¿Qué sucedió con aquellos minúsculos pero potentes granos de cobalto-60 que se regaron por la ciudad? ¿Qué casas o edificios se erigieron con las toneladas de varillas que no se pudieron encontrar? Si bien ya era tarde para que el pánico se desatara entre la población mexicana como sucedió en Brasil, el destino de todos estos desechos nucleares (y aún de los que se continúan produciendo) sigue despertando un ánimo inquietante hasta nuestros días.
Cuando pensamos en casos como estos, en donde la chatarra y los desperdicios parecen ser la fuente del mal que poco a poco se va apoderando del mundo, se vuelve muy difícil no sentirse atraídos por aquella afirmación de Baudrillard según la cual ‘nuestra época ya no produce ruinas ni vestigios, sólo desechos y residuos’ (Baudrillard, 2006, 121). Y es que en gran parte no se equivoca. Vivimos en una época cuyos procesos de producción son cada vez más acelerados, incluida la producción de sus residuos. En la industria (como, por ejemplo, en la energética, la minera, la maderera, la ganadera, la agrícola o la textil, por mencionar sólo algunas), la optimización y agilización de sus procesos supone, a su vez, una aceleración en el agotamiento de los recursos de los que se sirve; en el mercado, tan pronto como sale un nuevo producto, éste se vuelve obsoleto y, por ende, desechable. No es coincidencia que lo fast se esté adaptando como la estrategia que mejor corresponde con nuestra forma de vida. Pareciera entonces que ya no tiene mucho caso hablar de la duración de las cosas, que ésta se ha convertido en un concepto sin mucho o con muy poco sentido, pues ya no corresponde con nuestra época ni con nuestra realidad. Las cosas simplemente ya no duran, o cada vez duran menos. Desde esta perspectiva, ¿cómo podríamos siquiera hablar de ruinas o vestigios de la historia si ya no hay materia en la que se imprima la huella del paso del tiempo, la huella del curso histórico? O, para plantear la pregunta de otro modo, ¿cómo podríamos siquiera hablar de ruinas de la historia cuando lo único que hay son desechos (que tan sólo anuncian y constatan el paulatino vaciamiento de la experiencia histórica)? En la tercera parte de su trilogía Rescatando mi propio cadáver, titulada ‘Política sin oxígeno’, Julieta Aranda expone magistralmente una de las mayores paradojas que caracteriza al espíritu histórico-político de nuestra época y que subyace a esta aceleración propia del mundo industrializado y sus lógicas extractivistas. Resulta curioso darse cuenta que la época de la ciencia nuclear y del anhelo por encontrar el bosón de Higgs (aquella partícula que, de acuerdo con el Modelo estándar de partículas, serviría para explicar finalmente el origen de la masa y, por ende, de la materia) sea, al mismo tiempo, la época que genera intencionalmente sus propios vacíos. Así, en ‘Política sin oxígeno’ podemos llegar a leer
Quemábamos cadáveres para mantener al mundo girando. Y la verdad es que funcionaba muy bien. La energía de cadáver hacía que todo fuera más rápido. La vida iba más rápido, el problema es que la muerte también se hizo más rápida. Hacíamos agujeros por todos lados, sacábamos cadáveres y los dejábamos vacíos. Desenterrar cadáveres era un buen negocio […] Pero en el proceso, también nosotros nos convertíamos en cadáveres. […] Mientras tanto, bajo la superficie …. Queremos saber qué hay adentro. ¿Adentro de qué? Adentro de los agujeros, antes de hacerlos. ¿Qué queda en el espacio que ocupaba el cadáver? Y así seguimos cavando, para buscar el interior del interior perdiéndonos constantemente en el camino (Aranda, 2018)4
El problema, sin embargo, no es en realidad la imposibilidad de aparición de las ruinas, sino más bien su visibilización y reconocimiento. Es decir, visto desde otra perspectiva, quizá las cosas sí duran, quizá sí existen esos objetos que muestran el paso del tiempo, mas ya no son los que creíamos. Es cierto: si algo caracteriza a nuestra época, entre otras cosas, es la cantidad de desechos que se producen día con día. En ese sentido, uno de los mayores retos con los que nos enfrentamos en la actualidad al lidiar con esta desbordante suma de residuos es qué hacer con ellos. El problema es que no podemos simplemente deshacernos de ellos, hacer que desaparezcan y ya. Tan sólo en el caso de los desechos nucleares, por ejemplo, la vida media del cobalto-605 es de 5.27 años, del cesio-137 es de 30 años, y ya ni hablar del uranio-238 cuya vida media es 4.5 mil millones de años. Una vez que tomamos en cuenta estas cifras, es inevitable que la experiencia de nuestros horizontes temporales – así como su comprensión – se vea radicalmente rebasada. Nuestro tiempo de vida, y aún el de la historia tal y como la hemos comprendido hasta ahora, se vuelven insignificantes en comparación. Nos encontramos así frente a una segunda paradoja: los tiempos de producción e innovación más acelerada son, a la par, los tiempos de desechos más duraderos.6
En el caso específico de la energía nuclear, las medidas que hasta ahora se han llevado a cabo para lidiar con los desechos radiactivos se han descubierto como remedios paliativos. Los depósitos actuales para los residuos nucleares sirven sólo como almacenes temporales, pues, además de que su capacidad no es infinita, tampoco pueden ser considerados como lugares que garanticen un resguardo totalmente seguro para contener los riesgos que dichos residuos suponen (y a los que están expuestos).7 Es por ello que, desde hace algunos años, se ha comenzado a emprender la construcción de ‘depósitos geológicos profundos’ con el fin de alejar estos desechos de la inestable superficie terrestre enterrándolos y encerrándolos en la profundidad geológica por miles de años para así minimizar el peligro que conllevan. Estas construcciones, de lograr su cometido, serían una proeza pues harían realidad el sueño de erigir una edificación capaz de resistir e incluso vencer al paso del tiempo. Sin embargo, la realización de dicho sueño no es más que una utopía que sólo deja ver los sesgos de la época. Uno de los mayores desafíos a los que se enfrenta este proyecto es el garantizar que, efectivamente, sus construcciones permanezcan inmunes, imperturbables y alejadas de todo contacto y suceso exterior. ¿Cómo podría ser posible mantener una edificación - aun cuando ésta fuera subterránea - inalterable, como si lo que le ocurriera a su alrededor no le afectara, como si no fuera parte del mundo del que de hecho forma parte?
La mayor esperanza parece ser el olvido rotundo; que sea éste el que se haga cargo de desaparecer aquello de lo que nosotros no logramos deshacernos a pesar de ser quienes lo hemos producido. Pero lo que la esperanza por el olvido ignora es que, aun cuando pretendamos que no hay nada ahí, que hagamos como si eso nunca hubiese existido, el olvido jamás podrá borrar las huellas y los rastros de lo sucedido, sino que éste siempre retorna de una forma u otra a nuestro presente.8 Basta con que nos detengamos a pensar por un momento en el Sarcófago, aquella estructura de acero y hormigón que fue construida para cubrir al reactor nuclear de Chernóbil y contener toneladas de material y polvo radioactivo con el fin de evitar que se filtrara a la atmósfera. Se suponía que su construcción serviría como una forma de protección; el Sarcófago debía resguardar y confinar en su interior el peligro, de modo que todo lo que se encontrara en el exterior pudiera sentirse seguro. No obstante, y muy a pesar de las intenciones, su edificación demostró ser más bien un intento desesperado (y fallido) por mantener una clara distinción entre el adentro y el afuera (que hiciese posible el control y administración del espacio). Marder lo señala en su vigésimo fragmento. Lo que hace el Sarcófago no es en realidad neutralizar los efectos de la radiación, sino que simplemente los esconde. Su construcción es una puesta en escena del adentro-afuera que busca brindar una (falsa) sensación de seguridad a quien lo ve desde ‘fuera’. Pero lo cierto es que no hay un afuera: nosotros habitamos con esos residuos, nosotros formamos parte del Sarcófago (Marder & Tondeur, 2016, 50). El encierro y ocultamiento de nuestros desechos no significan su desaparición. Podemos no verlos ni recordarlos y, sin embargo, ahí están. El alzamiento de estas construcciones (ya sean las casas radioactivas, el Sarcófago, o los depósitos de residuos) son, en todo caso, una metáfora de la experiencia y la subjetividad epocal:
Después de Chernóbil con su mezcla tóxica de historia genocida y destrucción, ya no nos sentimos como en casa en este mundo. En lugar de ser expertos en nuestro medio, estamos perdidos en un planeta transformado y mutilado a consecuencia de la actividad humana. Y peor aún, la brújula interna que era nuestra conciencia está despedaza y ya no puede ser usada. Ni siquiera podemos saber ya si estamos perdidos en casa o fuera de ella (Marder & Tondeur, 2016, 48)
Las experiencias heredadas – y aún no superadas – por el siglo XX en nuestra relación con el medio que habitamos, así como las que seguimos acumulando actualmente, dotan a nuestra contemporaneidad de un pathos muy singular. El agotamiento y, en consecuencia, la lucha por los recursos naturales, el calentamiento climático, la crisis ambiental y aún podríamos agregar la pandemia por COVID-19 (por mencionar sólo algunos de los muchos problemas que nos aquejan hoy en día) han dado lugar a una sensación generalizada de peligro inminente que constituye la normalidad de nuestra cotidianeidad. No es de sorprender que nos encontremos en un estado de alerta permanente, constantemente conscientes de la continua presencia de distintas amenazas que nos acechan, ya sean visibles o invisibles. El mundo se torna cada vez más extraño, ¿o será más bien que nosotros somos los que nos volvemos cada vez más extraños en y para el mundo? La cuestión ya ni siquiera es clara. Sea cual sea la respuesta, al menos sí podemos reconocer algo: el pathos de nuestra época se caracteriza por la sensación de la pérdida de mundo. Pero ¿en qué consiste exactamente esa pérdida? Para tratar de comprenderla, quizá valdría la pena comenzar por una comparación.
A finales del siglo XVII, el médico Johannes Hofer propuso un concepto nuevo que lograba explicar un extraño fenómeno que causaba gran dolor y enfermaba a varias personas de su época. Por aquellos tiempos no era del todo extraño encontrar que hombres que se hallaban lejos de su país enfermaran repentinamente. En la lengua francesa era común referirse a esta condición como mal du pays. Hofer, sin embargo, optó por un concepto que consideraba más preciso para formular un diagnóstico médico: nostalgia (del griego νόστος – vuelta a casa – y ἄλγος – dolor –). Así, la nostalgia se convirtió en el término predilecto para describir el malestar que padecían aquellos hombres a causa del sentimiento de extrañamiento y de no pertenencia que los embargaba el estar alejados de un pasado que reconocían como un lugar de felicidad y refugio (el cual, usualmente, era su lugar de origen o tierra natal). Algunos de los tratamientos prescritos por los médicos y que alcanzaron un cierto éxito consistían simplemente en un retorno a sus hogares, o, si no era posible, en un ejercicio de rememoración del pasado que tanto añoraba el enfermo para poder curar el extrañamiento del que sufría (Anspach, 1934).
Ahora, tres siglos después, las cosas han dado un giro rotundo. Como en el siglo XVII, sufrimos también de una pérdida; no obstante, y a diferencia de ese entonces, no parece que la solución esté en la recuperación (real o simbólica) del lugar de origen. Por el contrario, el remedio prescrito para nuestra época consiste más bien en la huida y ya no en el retorno, pues ese lugar de origen o ese pasado se han vuelto en un lugar hostil que nos enferma (pensemos nada más en la movilización a la que se vieron obligadas miles de personas después de cada desastre nuclear). Aun así, no parece que esto vaya a ser suficiente. No importa hacia dónde escapemos, ningún lugar será seguro. El testimonio que comparte Michael Marder es ilustrativo. En abril de 1986, cuando todavía era un niño, Marder se vio forzado a viajar hacia Anapa, al sur de Rusia, a causa de las severas alergias estacionarias que le ocasionaba la vegetación de su entorno. Marder necesitaba escapar hacia ‘otra zona climática’, una en la que la vegetación no representara una amenaza para su salud. La huida era para él una salida de un mundo que le resultaba hostil. A pesar de ello, y como él mismo reconoció años después, ese escape, esa huida y esa salida terminaron por mostrar finalmente su naturaleza ilusoria: ‘[p]ero la impresión de que uno puede huir de la calamidad que es nuestra civilización no es menos inmadura que la relumbrante idea del progreso mismo’ (Marder & Tondeur, 2016, 16). Moscú, el lugar donde él residía, se convirtió en un mundo que lo dejaba sin aliento, un mundo que su cuerpo era incapaz de soportar. La huida, que representaba un ‘futuro próximo’ y habitable para él, no obstante y con el paso del tiempo, se mostró igualmente hostil. Marder en ese momento no podía saber lo que estaba ocurriendo ni lo que le ocurriría, era demasiado pronto, pero durante su viaje de escapada recibiría grandes dosis de radiación (Marder & Tondeur, 2016, 16). Entonces, si la añoranza por el lugar de origen y por ese pasado que representaban un refugio para los seres humanos ocasionaba un mal du pays, ¿cómo debemos llamar al mal y la enfermedad producida, ya no por la lejanía y la separación, sino por la presencia de ese origen y ese pasado? ¿Cómo se llama a esta nueva enfermedad? ¿Qué nombre le daremos a este padecimiento que surge cuando el medio en el que habitamos se convierte súbitamente en un mundo extraño y hostil?
Si la arquitectura y la historia mantenían una relación estrecha para María Zambrano, es porque ambas compartían un mismo quehacer: el edificar, cuyo principal propósito era el cubrir la necesidad del ser humano por construir un medio que fuese habitable para sí y que le protegiese (compensando así su deficiencia por ser el único ser inadaptado en el mundo). Pero, además de cumplir con esta función utilitaria, la arquitectura y la historia eran también – de acuerdo con la filósofa – el medio por el cual el ser humano expresaba, en última instancia, ese anhelo por encontrar un interior que ya no sólo lo cobijara sino que lo sustrajera del exterior y diera nacimiento a sus sueños (liberándolos así del peso imponente de la realidad) (Zambrano, 2007, 126). No obstante, es la experiencia misma la que ha terminado por refutar la tesis zambraniana. Después de un suceso como el de Chernóbil, si algo queda claro es que, actualmente, al habitar le acompaña irremediablemente la experiencia de extrañamiento. El caso mexicano es, en este sentido, un escenario que lo representa de manera radical. ¿Qué hay de aquellos desechos que terminaron por convertirse en las varillas que ahora están enterradas en los suelos y emparedadas tras los muros de los cientos de casas y edificios que se alzan y sirven de cobijo a tantas personas? ¿Qué nos dicen esas casas radioactivas sobre ese interior y esa necesidad y anhelo por edificar que comparten la arquitectura y la historia? En la pieza de Julieta Aranda hay una imagen con la que la artista nos obliga a una provocadora reflexión sobre el interior y la vida. Se trata de un caracol que en su interior alberga un parásito que lo está consumiendo, llevándolo al borde de la muerte. A la imagen la acompañan las siguientes líneas: ‘¿[q]ué hay dentro de un animal que es controlado por otro animal? Vida’ (Aranda, 2018, 06:55 min). Cuando pensamos en el Sarcófago de Chernóbil y, todavía más, en las casas radioactivas, es inevitable que la respuesta a la pregunta que plantea Aranda retome dimensiones más siniestras. Ya no se trata de una vida que habita dentro de otra, sino de lo contrario: de una vida que habita al interior de su muerte. Actualmente, la historia y la arquitectura (una como reflejo de la otra) han edificado una subjetivad que alberga en su interior la suma de violencias desde las que ahora se erigen sus construcciones y se originan las condiciones de su propia autodestrucción.
Frente a esta situación, las llamadas a una conciencia ecológica que logre reconciliar y cuidar de su medio ambiente son abundantes. El problema es que, en el fondo, éstas siguen hundiendo sus raíces en una noción nostálgica de la Naturaleza prístina que hay que recuperar si lo que queremos asegurar es nuestra propia salvación. Por eso son incapaces de pensar en modos futuros de existencia, pues siguen ancladas en una idea de sobrevivencia que se entiende simple y llanamente como la continuidad y extensión de nuestro presente. No es extraño, entonces, que la fe en la razón instrumental encuentre su reafirmación como la única capaz de garantizar el ideal de la autoconservación y perdurabilidad a partir de la administración de la vida (y la salvación). Mas no es el ‘fin del mundo’ lo que nos acecha; ese futuro postapocalíptico con el que hemos soñado durante tanto tiempo ya nos alcanzó, ya está aquí (Colebrook, 2019). Como apuntamos líneas atrás, Baudrillard lo sabía muy bien cuando escribió que ‘nuestra época ya no produce ruinas ni vestigios, sino sólo desechos y residuos’ (Baudrillard, 2006, 121). Pero ¿en verdad esta producción masiva de desechos significa que ya no podemos seguir hablando de ruinas, que su aparición ya es un imposible y, por ende, sólo podemos hablar de ellas con nostalgia como cuando hablamos de un objeto perdido y lejano, propio de tiempos míticos? En otras palabras, ¿hemos llegado a un punto en el que ya no podemos hablar de historia?
Por más tentadora que nos resulte su ilusoria autenticidad para representar nuestro presente, las palabras de Baudrillard esconden, sin embargo, un sesgo importante de notar. Su concepción de las ruinas (que sitúa como objetos ontológicamente opuestos a los residuos y desechos) resuena como el eco de Goethe cuando éste llegó a decir ‘América, tú estás mejor que nuestro Continente, el Viejo. No posees castillos en ruinas ni basaltos. No perturban en la actualidad tu vida interior ni el estéril recuerdo ni la inútil lucha’ (Waldheim, 1950). Claro que para él América no podía tener ruinas, pues no tenía historia, después de todo, era el ‘Nuevo mundo’. Tanto para Baudrillard como para Goethe, la ausencia de ruinas es ausencia de historia. La diferencia entre ambos estriba en que, para este último, dicha ausencia se traducía como la esperanza por un segundo comienzo que pusiera en marcha un nuevo proyecto edificante, mientras que para el primero se trata más bien del síntoma de una época desesperanzada que se construye sobre vacíos incapaces de evocar su historia y, en cambio, que sólo expone el actual estado banal en el que se encuentra la edificación humana. Además del prejuicio eurocéntrico del que parte el poeta alemán (y quizá también el primero) y del ánimo desilusionado desde el que escribe el sociólogo francés, ¿acaso tras estas formas de comprender a las ruinas no se esconde una visión monumentalizada (y monumentalizante) de las mismas? Así, podemos ver que el mayor problema con este tipo de perspectivas es que sólo son capaces concebir a las ruinas como la representación de lo que alguna vez fue un monumento. Para estas perspectivas, los desechos apenas y son el desperdicio que queda de la labor edificante del hombre; son ese residuo sobrante que no posee ni dota de valor alguno al quehacer histórico. Los desechos son lo abyecto, lo feo, lo que expone nuestra miseria, lo que no es digno de mirar, y, por eso mismo, lo que es mejor ocultar. De lo que no se dan cuenta es precisamente que los desechos y los residuos son ese único resto que quedará de nuestra historia presente: son éstos lo único del quehacer humano que se resiste y rebela contra la exigencia obligada de aceleración de nuestros tiempos. No hay que perder de vista, después de todo, que una ruina sólo es tal de manera retrospectiva, es decir, nunca lo es en nuestro presente, sino que lo será con el paso del tiempo (lo será cuando haya pasado).
Si durante tanto tiempo se ha afirmado que las ruinas son el objeto por excelencia para pensar la historia, ¿qué implica lo anterior para nuestra forma de entenderla y, más específicamente, para el quehacer histórico? Hay, pues, dos opciones: o, en efecto, abandonamos de una vez por todas la idea de ruina, o bien terminamos por reconocer su transformación histórica (conceptual) de modo que empecemos a concebir a los desechos como el nuevo modo de aparición de las ruinas. En cualquier caso, lo que esto supondría es que la historia, lejos de seguir con su oficio monumentalizante, ahora debe ocuparse de sus desechos, de hacer una mitopoética que los visibilice y visibilice su historia. Hacer historia del presente significa, en la actualidad, hacer historia de nuestros residuos. Al fin y al cabo, son los desechos los que nos muestran las ruinas del futuro, son ellos la ventana de un futuro en ruinas.
La vida de las ruinas es indefinida y más que ningún otro espectáculo despierta en el ánimo de quien las contempla la impresión de una infinitud que se desarrolla en el tiempo; tiempo que es el transcurrir de una tragedia que se hace por sí misma. Tiempo de un pasado que lo sigue siendo, que se actualiza como pasado y que muestra, al par, un futuro que nunca fue; caído en el ayer y que lo trasciende, que sólo puede hacerse sensible haciéndonos padecer. Y padecemos aun el futuro que nunca fue presente (Zambrano, 2020, 293-94)
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