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Las lenguas, el agua y el territorio. Leer en capas una crisis ambiental al sur de México

Published onApr 28, 2023
Las lenguas, el agua y el territorio. Leer en capas una crisis ambiental al sur de México
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Oaxaca no es verde

En una reciente publicación de Instagram de un popular Bed & Breakfast, ubicado en el centro histórico de la pequeña ciudad de Oaxaca de Juárez, en el Estado de Oaxaca al sur de México, aparece la frase ‘Oaxaca es verde’ debajo de una serie de fotografías que retratan objetos de ese color: algunos recipientes de barro, las calles y muros de cantera, los azulejos de sus baños, la fuente en su patio, una instalación decorativa muy chic de nopales con grana cochinilla y plantas y árboles ubicados alrededor de este hotel de arquitectura colonial.

La publicación tiene algunos comentarios que describen la belleza de esas imágenes, la belleza del tono particular de la cantera con la cual fue construida la ciudad y que ha sido uno de sus atractivos turísticos más destacados en fotografías y anuncios publicitarios, la belleza de las plantas y su resplandor característico. El verde en esas imágenes es un deseo, una fantasía construida con retazos distribuidos a la velocidad de los algoritmos de Instagram. El verde es un ideal, una visión panorámica que, al retratar una parte del mundo, anula lo demás, el resto, lo que queda. ¿Qué queda afuera de las fotografías?

Aunque coincido con este tipo de publicaciones en que se trata de objetos hermosos que vale la pena retratar, y quizás mostrar virtualmente, encuentro un problema significativo: lo descrito no es precisamente cierto. Oaxaca no es verde, al menos no en el sentido que las fantasías señalan. Tanto la escasez del verde, como del agua, es una realidad lamentable que se integra a una crisis ambiental de escalas globales, que en México se presenta de manera desigual dados los contextos históricos, sociales y políticos de los territorios. No es lo mismo vivir en una colonia acomodada que en un barrio popular, o en una ciudad sureña que en ciertas zonas de la Ciudad de México.

Aunque en una situación privilegiada en comparación con otros contextos en las periferias y zonas marginadas, yo, que siempre he vivido en el centro histórico de Oaxaca, he estado acostumbrada a almacenar el agua de vez en cuando. Hace cinco años, la escasez del agua en la ciudad acontecía solamente en el verano, cuando la canícula pintaba los cerros de un dorado intenso. Hoy, la sequía se hace presente cada temporada vacacional alta, en los meses de abril, julio, agosto, noviembre y diciembre. Incluso hay rumores de que las autoridades municipales llegan a convenios con las distribuidoras privadas de agua para que falte cuando más se necesita.

Sucede que sobre esta ciudad, como en torno a otros lugares declarados Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO,1 hay un imaginario de representaciones en torno a las orografías, las identidades culturales y la vida misma de sus habitantes. Esto constituye un conjunto de recursos dispuestos para el consumo turístico que se integran a una historia compleja. Aquí, el Estado mexicano ha desplegado políticas culturales que unifican, acotan y dirigen las formas de habitar la ciudad, de convivir y de ser colectivamente.

Lo anterior se ha convertido en un problema social, político y económico, en tanto que las principales fuentes de trabajo surgen de la industria cultural, la cual es desigual y depende de capitales extranjeros o de otras ciudades de la república, además de que ofrece trabajos mal pagados o precarios para los habitantes del estado. Se trata de una dinámica colonial, que tampoco es nueva, en tanto que la ciudad misma se fundó de migraciones de quienes provenían de pueblos originarios y de otras regiones.

Gentrificación, una vida sin agua: ¿o las cosas podrían ser de otra manera?

De acuerdo con los Servicios de Agua Potable y Alcantarillado de Oaxaca (SAPAO), en 2021 la zona conurbada de Oaxaca padeció la mayor crisis de escasez de agua en su historia. El agua, que proviene casi en su totalidad de pozos y de un manantial en municipios aledaños a la ciudad, ha dejado incluso de abastecerse en algunas de las zonas conurbanas (Mejía Reyes, 2021). Pensando en las condiciones sociales y económicas del presente, ¿podría decirse que existe una relación entre la gentrificación y la escasez del agua?

Por gentrificación me refiero al desplazamiento de la población de una zona, debido al incremento de las rentas y costos de vida derivados del uso comercial y de servicios turísticos de casas y locales. Este proceso implica una transformación de las arquitecturas del lugar, que en la ciudad de Oaxaca va de la mano de las políticas culturales del Estado.2 La gentrificación forma parte de un proceso bastante largo que se deriva de los planes de desarrollo estatales implementados a lo largo del siglo XX y va acompañada de otro concepto no menos problemático: la turistificación, el diseño de la ciudad para el disfrute del turismo.

En ‘La turistificación del Centro Histórico de Oaxaca’, la profesora Mabel Yescas Sánchez menciona que este término se refiere a ‘un proceso de desarrollo turístico organizado y voluntarista de un espacio y el resultado del mismo’ (Sánchez, 2018, 77), en el cual ocurre una apropiación de la ciudad por parte del turismo en tanto que aquella empieza a diseñarse para ser transitada por este. En este esquema, los gobiernos locales, en mancuerna con proyectos privados, utilizan la producción cultural como motor de desarrollo en momentos de crisis económica, para generar un atractivo turístico a escala global y poner en marcha la industria cultural. Se trata de decisiones que se toman desde el Estado y que afectan la vida cotidiana.

La autora analiza cómo ha cambiado la ciudad y la noción de espacio público y privado del centro histórico, a lo largo del siglo XX y hasta 2015, a partir de la turistificación: desde la apertura ferroviaria y la restauración del templo de Santo Domingo de Guzmán en el porfiriato, el Homenaje racial y la primera Guelaguetza en 1932; la especialidad en turismo en los niveles de bachillerato y licenciatura, en la década de los ochenta; la creación del Instituto Oaxaqueño de las Culturas y de la Organización Estatal de Productores de Artesanos del estado de Oaxaca; la construcción del andador turístico en 1987; hasta la restauración y modernización de algunos edificios en los noventa; entre otros.

En un panorama más reciente, Yescas Sánchez apunta a que existe un antes y un después de la crisis social derivada del conflicto entre la Sección 22 de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) y el gobierno encabezado por Ulises Ruiz Ortiz (2004-2010), durante 2006. Este cambio aconteció en términos de la dirección que el gobernador Gabino Cué Monteagudo (2016-2020) les dio a las políticas culturales estatales con el objetivo de limpiar la imagen de Oaxaca, atraer turismo e inversiones y generar derramas económicas. Los proyectos de la Fundación Alfredo Harp Helú (FAHHO),3 que a partir del 2007 comenzaron a generarse con gran magnitud, entran en esta nueva dinámica.

Tanto la gentrificación como la turistificación han contribuido con la escasez del agua. ¿Por qué viajar sigue siendo un ideal?, ¿viajar a dónde?, ¿para qué?

Por su parte, también podemos atribuirles responsabilidad a las políticas estatales que no regulan y protegen el territorio y la vida que ahí transcurre, que permiten la explotación de los recursos naturales y culturales en beneficio de pocos. Por ejemplo, en el contexto de una ciudad y un estado deforestados (Torres, 2018), en 2021, el Municipio de Oaxaca de Juárez  autorizó la tala de 1500 árboles para ampliar los carriles vehiculares de una avenida que recorre del aeropuerto al centro histórico directamente, por lo que ha habido una serie de protestas (Martínez, 2021) y hasta una huelga de hambre (Zavala, 2021). Por fortuna, y gracias a las protestas de estos activistas, el proyecto fue modificado en beneficio del medio ambiente (Martínez, 2021).

En los procesos en que todo se convierte en mercancía, aparecen imaginarios violentos sobre los cuerpos y sus trayectorias. En ellos se enmarañan las crisis ambientales que atravesamos, la falta de áreas verdes, la escasez de agua e infraestructura peatonal, la falta de un territorio que pueda habitarse de maneras más comunitarias, más comprometidas con la vida y el espacio en común. Si no hay gente que viva, digamos, de planta, en un territorio determinado, ¿cómo este puede cuidarse, habitarse y estar vivo de maneras en las cuales los recursos sean también cuidados, en vez de consumidos vorazmente?

No sé bien qué va a pasar en esta ciudad. Me asusta un poco pensar que tendrá problemas similares a otras capitales culturales en el mundo o que se va a convertir, únicamente, en un escenario de Instagram. Quizá por eso, pienso que es necesario mirar hacia personas y colectividades que abordan las crisis ambientales en tanto dinámicas conectadas con las formas de vida comunitarias. A lo mejor ahí encontramos algunas respuestas o experiencias que nos permitan volver a imaginar los vínculos que establecemos con el mundo vegetal, las distancias que hemos construido entre nosotros.

Somos plantas bastante raras

Mientras leía El Herbario de Chernóbil. Diario de una conciencia explotada, de Michael Marder y Anaïs Tondeur, en el ir y venir de conversaciones y reescrituras que durante un año hicimos un grupo de escritoras, organizadas por Gabriela Méndez Cota, pensé que la materialidad, la radioactividad, la escasez de las plantas en un espacio determinado es consecuencia de cómo los seres humanos las conceptualizamos, las vemos, las fotografiamos. La forma en que las miramos no es para nada natural.

A lo largo de 2021, acompañada de este grupo de escritoras, viéndonos entre pantallas durante la pandemia por el COVID-19 y el confinamiento al que nos obligó  me he cuestionado un par de asuntos: ¿las plantas podrían existir desde su autonomía?, ¿qué pasaría si comenzamos a pensar en ellas desde otro lugar?, ¿podríamos pensar así del agua?, ¿qué sucede si de verdad le conferimos autonomía a aquello que llamamos recursos naturales, naturaleza o mundo natural?, ¿qué cambia en nosotras si las plantas dejan de ser cosas? Estas preguntas son elementales para mí ahora. A pesar de que me desenvuelvo en un entorno privilegiado, empiezo a sentir las consecuencias de nuestro consumo excesivo, la falta constante de agua y de sombra de los árboles, el calor excesivo, la polución del aire.

‘Somos plantas bastante raras’, dijo el filósofo y escritor Michael Marder en una entrevista, quien propone ver a las plantas desde otro lugar, acaso el asombro dibujado ante la fantasía de un mundo que se nos presenta con total belleza y misterio, demasiado vivo y palpitante, autónomo, al señalar uno de los pilares del pensamiento vegetal, una ruta teórica y sensible que le ha permitido trazar una posible ética de las plantas, una alternativa al abismo ontológico, característico del pensamiento occidental.

Si ‘somos plantas bastante raras’, ¿de qué manera podemos relacionarnos con el mundo y entre nosotros a partir de nuestras autonomías y convergencias?, ¿existen formas comunitarias que integren la vida en ese lugar respetuoso y transformador?, ¿qué pasaría si nos viéramos como una comunidad de plantas?, ¿y si dejamos de pensar en recursos naturales como cosas inanimadas que pueden extraerse, intercambiarse, destruirse?

Ayutla

El acceso al agua y la deforestación constituyen aspectos de una crisis que ha llegado para quedarse en México y en otros sitios. En este país, los problemas de abastecimiento hídrico se deben, principalmente, a fallas en las tuberías que, al ser obsoletas, presentan fugas y envejecimiento, lo cual genera pérdidas de hasta el 60% del líquido.4

Oaxaca no es la excepción, ha pasado de ser el estado con mayor biodiversidad de la república, a ver disminuidos sus recursos naturales. Sin embargo, esta crisis se traduce en una serie de relaciones políticas que se despliega sobre ciertos espacios que, históricamente, han sufrido desventajas y violencias. En Ayutla, una comunidad mixe de la Sierra Norte de Oaxaca, la gente no tiene acceso al agua desde 2017.

La escritora y activista por la diversidad lingüística Yásnaya Elena Aguilar Gil ha denunciado el hecho de que a los habitantes de Ayutla les fue arrebatado – de manera sumamente violenta –  el acceso al manantial Jënanyëëj, al cual consideraban una reserva ecológica comunitaria, un bien natural compartido que dependía a su vez de una red de significados rituales y que abastecía su consumo, como parte de una gestión del complejo entramado de gobierno comunitario y trabajo comunal.

Así lo menciona esta escritora en ‘Agua con A de Ayutla. Una denuncia’, en Ää: Manifiestos sobre la diversidad lingüística (Aguilar Gil, 2020). En este libro, que reúne algunos de sus artículos publicados en medios digitales como El País, en el que ha colaborado desde el 2011, establece una relación cercana, de interconexiones, entre las lenguas originarias, las comunidades y los territorios que habitan. En la base de estos vínculos, la autora instala la semilla de una serie de prácticas que han resistido a los proyectos extractivos y colonialistas.

¿Qué significa resistir en el contexto de los pueblos indígenas en el territorio mexicano? En el Diccionario de la Lengua Española, de l de la Real Academia Española, una de las acepciones de resistencia es el  ‘conjunto de las personas que, clandestinamente de ordinario, se oponen con violencia a los invasores de un territorio o a una dictadura’ (‘resistencia’, 2001). A partir de este significado estaríamos pensando que en dicha palabra no sólo existe una oposición repetitiva entre dos bandos diferenciados, sino que esto acontece bajo condiciones de violencia, como una batalla que debe ser ganada en tanto que además implica la invasión de un lugar. En México, el imaginario de la invasión tiene varios cientos de años, se compone de la realidad de la Conquista y la Colonia y las invasiones que, junto a otros levantamientos y guerras, dieron origen a la idea de nación, a las narrativas que la sustentan.

Lo que escribo da cuenta de que esas ideas me atraviesan y se han hecho cuerpo, cuando digo que soy mexicana y que en mi familia la lengua zapoteca se perdió con mi abuela. Más aún, si pienso que no hace mucho supe de esa pérdida, en tanto que la desaparición de esta lengua fue percibida como un proceso natural,  algo que irremediablemente debía pasar y que fue aceptado con normalidad y distancia. Algo que no se recuerda, no tiene memoria.

Para Yásnaya Aguilar, la resistencia es una narrativa que ha configurado su experiencia en el mundo como perteneciente a los pueblos indígenas. Una experiencia que, habiéndose instalado profundamente, le ha hecho posible imaginar escenarios utópicos, mundos donde la resistencia no sea necesaria como una forma de responder y combatir las opresiones. En ‘Resistencia. Una breve radiografía’, Aguilar menciona: ‘la resistencia, estemos orgullosos de ella o cansados de resistir, configura las relaciones y las experiencias de un mundo ordenado por medio de estructuras de opresión profundamente mezcladas, imbricadas entre sí’ (Aguilar Gil, 2019).

Existir desde ese lugar es librar una guerra, arriesgar incluso la integridad del cuerpo. Asimismo, es ejercer una voz que es preciso escuchar, una voz que – en el caso de la autora – se enuncia desde lo colectivo, en tanto que en sus textos la lengua y el territorio están unidos. No se puede pensar en las lenguas sin quienes las hablan, como tampoco sin el piso sobre el que transcurren.

Por mi parte, no podría apuntarme en esa batalla, pero sí reconozco que decir esto, probablemente, es consecuencia de un proceso de desindigenización, producto además de tener consolidada una identidad mestiza que, como señala la autora, ha formado parte de la ideología nacionalista del mestizaje; un mecanismo de opresión del Estado mexicano (Aguilar Gil, 2019).

La pérdida de las lenguas indígenas es, desde el inicio, una cuestión política, no tanto una decisión personal, o quizás en tanto que es personal es político. Desde esta perspectiva, la desaparición de las lenguas no es un fenómeno súbito ni natural, sino una cara de la violencia sistemática del Estado mexicano sobre los ‘hablantes que han sufrido discriminación por mucho tiempo’ (Aguilar Gil, 2020).

En ese panorama, la desaparición de una lengua nunca es un proceso pacífico ni natural, sino un acontecimiento que no escapa de la violencia, o ¿por qué otras razones dejaríamos de hablar la lengua de nuestras madres y abuelas? Las lenguas no se mueren, las matan, nos señala la autora en diversas ocasiones. 

Las lenguas del agua

En ‘México. El agua y la palabra. México y sus muchos nombres ocultos’, discurso que Yásnaya Aguilar dio en ayuujk/mixe ante la Cámara de diputados en 2019, año que la ONU designó como el Año Internacional de las Lenguas Indígenas, señala un abanico de problemas y situaciones que responden a su pregunta inicial. ‘¿Por qué se están muriendo las lenguas? ’ (Aguilar Gil, 2019, 183), de acuerdo con cálculos de expertos, dentro de 100 años desaparecerá la mitad de la diversidad lingüística del mundo? Una de sus respuestas apunta a que la desaparición de las lenguas no acontece de manera “natural”, como consecuencia de un proceso histórico o de cambios que se dan por sí mismos, sino que obedece a la violencia del Estado mexicano y de los Estados en general, que han ejercido su poder para borrar la diversidad lingüística de los pueblos originarios.

A partir de algunos fragmentos de El Herbario de Chernóbil  y un vínculo con algunas líneas del pensamiento y reflexiones sobre la diversidad lingüística y el territorio de la autora, me interesa señalar la posibilidad de entender a las plantas – y lo que llamamos mundo natural – como una red de autonomías, agencias y cuerpos interconectados, mediados por el lenguaje, el de ellas y el de nosotras. Se trata de una posibilidad de cuidar la diversidad a partir del lenguaje, puesto que acabar con las lenguas es también terminar con otros sentidos del mundo que desde ahí se despliegan. A fin de cuentas, esto significa acabar con los múltiples mundos.

En México, en la escuela nos enseñan desde pequeños que el agua es un recurso, algo que podemos utilizar, desperdiciar, consumir, porque es nuestro derecho absoluto. Este pensamiento tiene implicaciones en un sentido ontológico, dado que designa una perspectiva particular que entiende el entorno como una serie de objetos reemplazables y paradójicamente infinitos. Si esto de alguna manera se refleja en las lenguas, me pregunto si algunas de las ideas con las que crecí – y que pertenecen a una herencia zapoteca según la cual los cerros, el rayo y el agua están animados o tienen agencia – ofrecen una visión un poco más integral entre los seres que coexistimos.

Lo que puedo decir es que habría un cambio de mirada si, como ha sucedido en Australia, Canadá y Nueva Zelanda, se les otorgara personalidad jurídica a los animales, las plantas, las montañas y los cuerpos de agua. O como si en Ayutla, antes del conflicto de 2017, el agua estuviera protegida por una serie de prácticas comunitarias que establecen distintos grados de responsabilidad y reciprocidad hacia los recursos y la vida.

¿Hacia dónde podríamos mirar para salir de este embrollo y la catástrofe ambiental que se avecina o que ya está aquí y no la hemos reconocido totalmente? En lugar de ver la catástrofe, ¿podríamos reconocer que otras formas de pensar las plantas, la vida, están aquí desde hace tiempo?, ¿podríamos aprender de esas experiencias?

Una respuesta comunitaria

De acuerdo con Elena Nava Morales, la comunalidad ‘apunta a la importancia de las prácticas y acciones cotidianas del vivir de los habitantes de la Sierra norte de Oaxaca, tornándola una categoría en movimiento, una categoría vívida y en constante transformación’ (Nava Morales, 2020, 2). En esa forma de organización de los pueblos originarios la asamblea es esencial, así como el tequio, una práctica común en escuelas, instituciones, barrios e incluso en las calles, que se extiende a otras regiones del Estado.

Para Jaime Martínez Luna, antropólogo de Guelatao de Juárez, y quien – junto a Floriberto Díaz – ha desarrollado el término comunalidad desde la Sierra Norte de Oaxaca, la fiesta es uno de los fines de la organización comunitaria. En ella se reúnen el trabajo, la reciprocidad, el hacer en común que deriva en momentos de disfrute. Es de alguna manera el producto del tiempo invertido en el trabajo: ‘La fiesta es un resultado integral, tanto de la creatividad que emerge del trabajo, del movimiento, de la producción, como de la naturaleza que aporta las materias necesarias, y la organización que fortalece los resultados, que se plasman en el goce de todo tipo de sociedad’ (Martínez Luna, 2017, 15).

La resistencia puede ser una batalla; lo es para quienes desde diferentes frentes arriesgan el cuerpo y la vida por proteger sus territorios de las mineras, las industrias madereras, las trasnacionales que secan sus mantos acuíferos, la venta ilegal de tierras comunales y la depredación de animales en general, como es el caso de un gran número de comunidades indígenas y de individuos que incluso han sido asesinados.

También lo es para intelectuales y activistas como Yásnaya Aguilar Gil o los lingüistas integrantes del COLMIX, quienes trabajan para seguir hablando su lengua y se paran, como es el caso de Yásnaya, frente al Congreso de la Unión, exigiéndolo en la lengua de sus abuelas. No obstante, la resistencia también se entabla en momentos comunitarios como la fiesta, tanto en los desacuerdos como en los instantes en que podemos asumirnos en colectivo y donde, paradójicamente, nuestra voz se hace plural.

Re-escribir el Herbario desde Oaxaca

En el proceso de re-escritura muchas voces intervienen. Re-escribir tiene por objetivo ir diluyendo en conjunto la autoría individual, poner en tela de juicio la noción de que aquello que decimos, escribimos o hacemos, ha surgido sólo como consecuencia de un proceso solitario. En Los muertos indóciles: necroescrituras y desapropiación, la escritora Cristina Rivera Garza describe algunos mecanismos para hacer evidente que la noción de autoría tiene otras posibilidades de ser y que, al escribir, estamos escribiendo a muchas manos.

Creo que la forma en que el Herbario está articulado pone en relación diferentes capas de una misma realidad, incluso distintas temporalidades, materialidades e imaginaciones. La memoria es algo parecido. Re-escribir este texto desde Oaxaca supone pensarlo en un contexto específico, en un territorio que tiene problemas particulares, pero que también ofrece una serie de respuestas que, en este caso, se enuncian desde una perspectiva comunitaria.

Cuando comencé a pensar cómo podría escribir un Herbario en Oaxaca, y siguiendo la propuesta de Gabriela Méndez Cota, hice una lista de los quelites que formaban parte de mi dieta y que están en los platillos tradicionales de esa región. Pensar en estos platillos me hizo recordar a mis abuelas, hacer memoria de las recetas y de los momentos que con ellas compartí, me hizo imaginar cómo esas pequeñas plantas crecen entrelazadas en los cultivos, dependientes de estos, del sol, la lluvia y el rayo y, al mismo tiempo, autónomas.

La lengua y la comida son transmisiones maternas, son las mujeres quienes comunican, de diversas maneras, aquello que del mundo conocen y sienten. En ‘Mujeres indígenas, fiesta y participación política’ (Aguilar Gil, 2019), Yásnaya Aguilar Gil resalta el papel de las mujeres, desde la cocina, la gestión de la fiesta y los cargos públicos, en la organización comunitaria de Ayutla.

El fogón es para ella un centro afectivo de transmisión de conocimiento, de participación y de amalgama social. Es en ese fuego, a través de alimentos como los quelites y las plantas en general, que se hace evidente la red que habitamos, el conjunto de elementos que nos hacen pertenecer a la tierra, vivir de ella, acompañarnos y disfrutar del tiempo, siendo una comunidad de plantas.

Referencias


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Aguilar Gil, Yásnaya Elena. 2019b. ‘Mujeres Indígenas, Fiesta y Participación Política’. Revista de La Universidad de México. https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/1157b614-c696-4872-9b14-c48b1c8680b5/mujeres-indigenas-fiesta-y-participacion-politica.

Aguilar Gil, Yásnaya Elena. 2019c. ‘Resistencia. Una Breve Radiografía’. Revista de La Universidad de México 847. https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/80ee3de7-f0fc-4a8d-a97e-c97d32c0beb6/resistencia.

Aguilar Gil, Yásnaya Elena. 2019d. ‘Los pueblos indígenas no somos la raíz de México, somos su negación constante’. Entrevista de Pablo Ferri. El País. 8 septiembre 2019. https://elpais.com/cultura/2019/09/08/actualidad/1567970157_670834.html.

Aguilar Gil, Yásnaya Elena. 2019e. ‘México. El agua y la palabra México y sus muchos nombres ocultos. Nota preliminar de Silvana Rabinovich’. Interpretatio. Revista de hermenéutica 4(2): 77–82. https://doi.org/10.19130/irh.4.2.2019.190.

Aguilar Gil, Yásnaya Elena. 2020. ‘Que las lenguas mueran en paz’. In Ää: Manifiestos sobre la diversidad lingüística. México: Almadía. https://almadiaeditorial.com/producto/aa-manifiestos-sobre-la-diversidad-linguistica/.

Cruz Gallegos, Arístides de la Cruz de la. 2016. ‘Gentrificación Del Centro Histórico de La Ciudad de México’. In Alfonso Rodríguez López (ed.). Gentrificación. Zona Metropolitana Del Valle de México. México: Plaza y Valdéz.

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Martínez, Mario Arturo. 2021b. ‘Ambientalistas llegan a acuerdo con el gobierno de Oaxaca para que avance obra de Símbolos Patrios’. El Universal Oaxaca, noviembre. https://oaxaca.eluniversal.com.mx/metropoli/ambientalistas-llegan-acuerdo-con-el-gobierno-de-oaxaca-para-que-avance-obra-de-simbolos.

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Open Humanities Press:

https://via.hypothes.is/https://clientes.programando.li/ibero/chernobil/chernobil.pdf