Milo y yo estamos con Eli y Beto en Hopelchén. Somos parte de la caravana que acompaña a Marichuy – vocera del Concejo Nacional Indígena – a los territorios que luchan por su autonomía. Estamos juntando firmas de electores para que por fin los que nunca hemos tenido lugar tengamos alguna voz que nos represente en el espacio público. No sé a cuántos kilómetros metidas en la selva se encuentren las vías del tren: elemento y signo material del progreso porfirista decimonónico que espera volver a explotar como una bomba nuclear en cuenta regresiva. La mitad de mi corazón vibra de esperanza, la otra mitad presiente ya el fracaso de nuestra misión. Los del Poder han anunciado que si ganan, no habrá más futuro. Han anunciado que rehabilitarán esas vías para hacer pasar de nuevo un tren que, mediante el desarrollo turístico, detone y vuele por los aires la economía de la región. La promesa del Partido nombra al milagro económico como ‘El Tren Maya’. Milo también presiente el acontecimiento – eso que desde hace quinientos años no ha dejado de pasar pero que de tanto pasar ya pasa desapercibido – y renombra el supuesto milagro como ‘El tren Maña’.
Milo es artista de los reales, de los de la calle. Su herramienta para traer a la luz aquello que estaba oculto no es la imagen, sino el sonido, es músico. En sus viajes a la selva también aprendió a tallar piedra como los antiguos. Cuando lo conocí me contó que alguien le dijo que la función del arte para los mayas no tenía que ver con representación, sino que el artista era ‘el cargador del tiempo’.
Nos gustaba ir a la playa. Nadábamos mar adentro hasta que nuestros pies no encontraban el fondo, entonces flotábamos bocarriba y perdíamos nuestras miradas en el cielo. Uno de esos días nadamos en un mar en el que los restos de petróleo, probablemente proveniente de los pozos cercanos, se nos pegaban a la piel.
Era verdad, en este borde de la Historia no quedaba belleza virgen, en todos los rincones anidaba ya el reino de lo no-vivo.
Al atardecer, con sentimiento de estar atestiguando el fin de una era, con las palmas y nuestra voz improvisamos unas rimas. Nos salió un réquiem. No supimos si era para los habitantes de ese mar o para nosotros. Fue la última vez que nadamos juntos.
Luego de que recrudecieron las medidas de seguridad pública que pretendían producir un ambiente más amigable para el turismo, limpiando las calles de gitanos y rameras, nos dimos cuenta que nuestras ilusiones de conformarnos como un matrimonio heterosexual burgués estaban canceladas. Sin poder él trabajar en la calle, y yo ganando una miseria como trabajadora de la educación, las cuentas no nos salían.
Escapé del derrumbe del sueño moderno, capitalista y burgués yendo a la ciudad, para despertarme en medio de esta lúcida catástrofe civilizatori. La metrópoli también se desplomaba a causa de movimientos telúricos, sociales y económicos. Entre las ruinas encontré a un amigo y conocido mutuo. En casa de Milo había dejado mi bici, uno de los tantos recuerdos que me dejó mi padre. Yo no tenía corazón ni oportunidad para regresar al mar, así que le pedí a mi amigo que por favor pasara por ella. El progreso es impostergable y parece que incluso el freno de emergencia de esta máquina frenética ha quedado atascado, sólo nos resta esperar estoicamente el choque final. Siento una cierta alegría melancólica cuando pienso en esperar este colapso: se cae a pedazos este mundo jerárquico y antropocéntrico – de eso no hay duda – y las potencias no-humanas comienzan a aparecérsenos cada vez más indomeñables. Por primera vez en muchos siglos se vislumbra la posibilidad de un futuro Otro que brote de toda esta degradación. No tengo idea de cómo será, pero eso es justamente lo que lo hace inquietantemente esperanzador.
El Estado de Excepción en realidad es la regla. Al inicio de la pandemia por Covid-19, muchos territorios políticos comenzaron a declarar estados de excepción. Sólo por poner un ejemplo, en septiembre del 2020 el Estado chileno la declaró (“Renuevan en Chile estado de excepción por pandemia de Covid-19,” 2020). México no necesitó declararlo – estamos en guerra contra el narcotráfico desde 2006, y desde 2014 con el caso Ayotzinapa sabemos que la desaparición selectiva es completamente normal. Años de existir así me han mostrado que la vida no necesita Derecho de Estado para seguir esforzándose por preservarse y que el sistema económico no necesita de justicia para seguir acumulando ganancias. Todo ha cambiado sin que la rigidez de las conciencias se atrevan a notarlo, no obstante, la vida asume el cambio y sigue esforzándose por existir. Fue en este esfuerzo por seguir resistiendo a la muerte que – en medio de una pandemia – logré recuperar lo que quedaba de mi bici y que el orégano orejón, quien a fuerza de pura vida y adaptación, creció a mi partida en casa de Milo y después de clonarse vino a casa a vivir conmigo.
El significado de las plantas va mucho más allá de los usos que les damos. Ellas mismas cuentan su historia. En el caso del orégano que creció en la casa en la que cohabité con Milo durante algún tiempo, llegó porque quiso. Nadie lo sembró, nadie esperaba o deseaba su presencia y, sin embargo, – aún entre el tóxico concreto de la urbanización que había intentado eliminar a la Selva y a la sombra de las vías del tren que la actual administración amenaza con retomar por medio de un uso intensivo – se quiso plantar en la existencia. Su utilidad para los humanos no agota su sentido, pero es bien cierto que le sirvió para clonarse. Chalo, el primer ladrón de mi bici, lo clonó para su jardín, y yo de ese jardín lo cloné. Ahora ese ser existe por lo menos tres veces. La solidaridad también pasa por la utilidad. Entre los seres humanos nada nos es más útil para nuestra vida que otro ser humano; esto es posible extenderlo a los seres no humanos. El orégano me es útil y nosotros le fuimos útiles al orégano: In lak ech yéetel hala ken como sería expresado en lengua de malixes.
Milo nunca fue mi novio, pero nuestra amistad fue muy íntima. A lo largo del tiempo que cohabitamos me contó que se quedó huérfano de madre muy pequeño. Su mamá enfermó de un cáncer que nunca le pudieron tratar porque el sistema de salud de nuestra ciudad no contaba con los recursos para ello y cualquier otra episteme que reconociera en los vegetales de nuestra región, como capaces de proporcionar algún cuidado para tales males, estaba desestimado por la institución médica dominante.
No sólo la radioactividad causa cáncer, también el glifosato, uno de los herbicidas favoritos de Monsanto, con el que ha invadido el mercado relativo a la producción agrícola. Hace poco todavía vi a la venta en una veterinaria ese veneno sin ninguna restricción. ¿Habrá sido el glifosato, que siempre pasa desapercibido en nuestros alimentos, lo que le provocó el cáncer, o tal vez la leche radioactiva que Salinas compró de Chernobyl y que vendió a los sectores más pobres de la población a través de la CONASUPO? Tal vez nada, tal vez sólo la democracia de la enfermedad y la muerte. Lo que sí sé es que Milo se quedó huérfano de madre, y un año después su padre cirrótico se suicidó bebiéndose todo lo que pudo de las reservas de las cantinas que sus propios padres habían manejado durante generaciones, en ese puerto de piratas, santeras y marineros, dejando tanto a él como a su hermana vulnerables, pasivos e indefensos ante un mundo en el que el amor no existe y el abuso del más fuerte lo es todo.
La infancia y los vegetales se parecen en algo: no importan demasiado en el mundo adultocentrista.
El martirio, al contrario del victimismo, se encuentra enraizado a la lógica de la vida. El sentido de mártir es el de ser testigo, el sentido de la víctima es el de resultar vencido. La narración de los acontecimientos de la víctima es susceptible a criterios de verdad: las victimas pueden mentir. El martirio está más allá de la verdad y la falsedad, su función no es epistémica sino performativa. La potencia de lo que enseña el martirio va más allá de las anécdotas egocéntricas sobre las injusticias; por el contrario, el martirio – más acto que discurso – es un acontecimiento cuyo sentido excede al cuerpo individual que lo padece y es capaz de articular lo político-comunitario.
Camino por las vías del tren que, por ahora, son una vía poco transitada. Los trenes que circulaban hasta hace poco sólo cargaban petróleo. El tráfico es muy poco a comparación de la promesa que han hecho respecto al Tren Maña. Entre el metal y la madera crecen todo tipo de yerbas cuyos nombres desconozco. Las piso como el despreciable ser humano que soy, pero no mueren, resisten. Recuerdo que en el verano, cuando los vecinos intentan desmontar los terrenos, a las pocas semanas y con la ayuda de Chaac, de nuevo los árboles y las malezas vuelven a resurgir de las cenizas. La vida no es verdad o mentira, sino que sencillamente es y la selva siempre me lo demuestra. Martirizada por nuestra estupidez capitalista sí, pero nunca vencida.
La casa en la que cohabité con Milo está cerca de las vías del tren. Recuerdo las veces que su pesado tránsito metálico nos despertaba y teníamos que esperar una eternidad de minutos para que su furia pasara y luego lográramos volver a descansar. Pasaba una vez al mes, y aun así la experiencia de sentir cerca a la bestia de metal cimbrando la tierra y el aire era violenta. Su tránsito era poco frecuente porque no transportaba personas si no petróleo.
Nuestro “atrasado” y mexicano mundo moderno funciona – como funciona casi todo el presente capitalista – con este aceite extraído de las profundidades del mar, el que además se derrama e intoxica el agua . El petróleo es el fetiche post-revolucionario de nuestro desarrollo económico. Aún hoy día, con todo lo que sabemos de los peligros de continuar explotando este mineral, la administración pública sigue insistiendo en que es nuestra única fuente de riqueza. Incluso, cuando vuelvan a habilitar las vías del tren y el tráfico turístico se haga más pesado y todos los seres sintientes padezcamos aún más su tránsito, la pesadilla progresista será alimentada con petróleo.
Estamos lejos de pensar siquiera que el tren pudiera ser alimentado con energía atómica – demasiado sofisticada para un país al que economías más agresivas le han restringido la producción tecno-científica.
Mi necedad por recuperar la bicicleta que le presté a Milo no pasaba por verla como un medio de transporte alternativo frente a la movilidad propulsada por el petróleo – cuando tuve trabajo gastaba mi salario en gasolina: soy una pecadora normal – , sino porque incorporándome al ejército industrial de reserva ya no podía consumir petróleo y mi única opción de movilidad quedaba reducida a emplear mi propia energía metabólica, la cual tristemente también necesita que devore otros seres vivos para obtenerla.
La violencia es una de las aristas que conforman el horizonte de lo real. No creo que exista ninguna energía libre de pecado. La pregunta para mí es, ¿cuál de toda esta violencia extractiva es necesaria y cuál es por mera avaricia?
La primera vez que salí con Milo fuimos al Hotel de Playa San Lorenzo: una construcción abandonada que se quedó en obra negra y que era producto de los desvíos de fondos públicos del Negro Sansores, quien fuera gobernador del Estado en los sesentas y padre de la actual gobernadora, adscrita al partido en el poder. En las épocas del Negro Sansores, el sueño del progreso consistía en convertir cada playa en un parque de diversiones turísticas para que los extranjeros con dinero pudieran pasar la mañana molestando a tortugas, esponjas y estrellas de mar con sus motos acuáticas, por la tarde recibían un masaje relajante de parte de alguna exótica belleza amerindia – que seguro luciría igualita a mi – a cambio de una mísera propina, para que finalmente por las noches y bajo la tenue luz de la luna sus excreciones corporales fueran derramadas al lugar en el que los cardúmenes marinos reposaban el cansancio del día. Por fortuna para los seres vegetales de San Lorenzo, aquellos pestilentes negocios no salieron nada bien y el sueño del progreso no se hizo realidad. Así, todo aquel millonario robo se transformó en un jardín surrealista en el que árboles selváticos, hierbas de toda clase, cactus y magueyes salvajes ocuparon los cuartos más lujosos de aquel condenado hotel al que ya sólo vegetales, algunos animales no-humanos y vagabundos intrépidos se atrevían a habitar, no porque el concreto fuera más fértil que la tierra que les habían arrebatado o no fuera tóxico, sino porque aquellos que se sentían dueños habían fracasado.
Ahí dónde el Hombre ve sus sueños civilizatorios arruinados, se ve derrotado y se hace una víctima de la tragedia que él mismo ha escrito, la Vida obtiene una oportunidad para adaptarse, mutar y esforzarse. Las mutaciones no vienen sin dolor o sin el paso incierto de lo que hemos conceptualizado como la muerte, pero también recuerdo la sabiduría de Epicuro y la profecía de Spinoza: la muerte es sólo una ficción de insanos y la Vida – que no la existencia – es infinita.
Recuerdo que estuvimos en Hopelchén, la policía rondaba nuestra reunión pública y luego la comida a la que nos invitaron los apicultores y productores de chile habanero, quienes llevaban años oponiéndose con modos no intensivos y orgánicos de siembra – apoyados por investigadores de los tecnológicos públicos y de la universidad estatal – a la agricultura industrial que se desarrollaba del otro lado de la carretera, la de los menonitas, quienes se empeñaban en seguir devorando la selva para dar lugar a sus monocultivos de soya transgénica marca Monsanto – sobre los cuales seguramente también rociaban glifosato – , cultivos que eran mucho más competitivos en el mercado capitalista. No era para nada curioso que por encima de todas esas tierras sistemáticamente ultrajadas y en abierta resistencia a la lógica de devastación y atropello, el sueño de la prosperidad económica quisiera ver pasar otra vez un tren sobre las vías del progreso decimonónico porfirista.
Creo que fue la mejor comida que tuve en mucho tiempo. Fue una alimentación real: carne real, chile real, maíz real. Es de las pocas veces en mi vida que he estado completamente segura de que mi alimento no estaba rociado con veneno.
Cuando escapé a Ciudad Mugre conocí a Omar Zamudio por una amiga en común. Omar es historiador y documentalista. Aunque no me gusta mucho el cine, nos hicimos amigos yendo a ver películas de Hitchcock. En esas salidas yo le contaba de mi trabajo de investigación sobre la defensa territorial del lago de Xochimilco, la cual estaba guiada por mis preocupaciones sobre la democracia ecológica, su relación con el espacio público y ciertas inquietudes autobiográficas. Él tenía preocupaciones semejantes, al grado que su última investigación había sido sobre Milpalta – un territorio geográfica e históricamente cercano a Xochimilco – en el cual documentó la iniciativa autogestionada por parte de los vecinos, para obtener bioenergía a partir de los desechos agrícolas que se producían en el territorio.
Tanto Xochimilco como Milpalta son alcaldías con fuertes raíces indígenas, de hecho, lo último que supe es que en Milpalta resisten las últimas tierras comunales producto del reparto agrario que conquistó el zapatismo de Revolución Mexicana y que ahí todavía hablan en náhuatl clásico. Son tierras sistemáticamente marginadas, saqueadas y empobrecidas, pero en las que a fuerza de pura vida continúan existiendo. La grabación de Omar no enfoca la violencia sistémica, sino la virtud de la adaptación: inhalamos dolor para exhalar compasión y paz (Zamudio, 2021).
Monsanto no se cansa de declarar que sus productos son inocuos para la salud del planeta. Se han producido argumentos en contra y a favor de tal afirmación. El debate científico ha servido de muy poco. Las opiniones disidentes tienen un efecto casi imperceptible en las políticas económicas que controlan el mercado de los alimentos.
Los consumidores asumimos parte del riesgo.Los productores encadenados a sus semillas desechables probablemente se lleven una de las peores partes. Las almas más bellas, bien acomodadas en sus privilegios, pueden elegir consumir productos orgánicos por una módica cantidad y liberarse simbólicamente, nunca realmente, del pecado. El glifosato y los vegetales mutantes estarán entre nosotros lo que nos resta de existencia.
Imaginar una vida sin riesgos es inmadurez intelectual. Todo acto tiene consecuencias y la mayor parte del tiempo estas son incalculables.
Así como los riesgos de la radioactividad están tan democráticamente repartidos, pues la radiación es completamente indiferente a las divisiones de nacionalidad, raza, clase o género; los riesgos causados por los vástagos vegetales de Monsanto, así como los de sus herbicidas cancerígenos anidados en todos los suelos del mundo que el cártel haya penetrado, serán completamente indiferentes a los valores sacrificiales de cualquier ideología política.
Animales, vegetales, ríos y suelos estaremos expuestos a sus efectos.
Las metáforas vegetales no son una novedad en el pensamiento occidental. De hecho, de acuerdo con Alicia H. Puleo, los surrealistas emplearon metáforas vegetales para referirse a lo femenino-infantil-sensitivo. Hay un peligro siniestro en esta metáfora, la cual consiste en negar la potencia de la infancia, las mujeres y el reino vegetal. La femme-enfant de los surrealistas sostiene una jerarquía peligrosa.
En contraposición con esta concepción sobre los vegetales, a mí siempre me gustó recordar a las plantas carnívoras, quienes desarrollaron este crudo mecanismo de adaptación para obtener nitrógeno en tierras pobres y pantanosas. No, no hay belleza virgen. Tampoco hay inocencia en el mundo vegetal. Los hermosos lirios también pueden ser una cizañosa plaga que amenace la vida de otras especies como lo son en el Lago de los Muertos, situado en Xochimilco.
La vida media del uranio-138 es de cuatro punto cinco millones de años y aunque sea un tiempo que superará sin duda la existencia del ser humano y los seres vegetales en la Tierra, no es comparable con la Eternidad. El concreto también supera la duración de una vida humana y, sin embargo, los lagos, selvas y desiertos devorados por la lógica del concreto no parecen preocuparnos. Nuestra civilización no se biodegradará con facilidad. Un signo inequívoco de la obsesión moderna con arañar la Eternidad es el modo en el que nuestros muertos son sepultados.
Mi romanticismo necrófilo siempre me ha llevado a merodear por cementerios. Me gustan porque puedo estar alejada de las personas y me disgustan porque las tumbas carecen de humildad (humus: tierra). No siempre ha sido así. Recuerdo un viaje que hice a Amecameca en la época posterior a que dejé de hablar con Milo y luego de que asesinaran a tres de mis amigos de la ciudad. El viaje lo hice con uno de los amigos comunes a este hecho siniestro, con un afán terapéutico. Encontramos un camposanto probablemente anterior al siglo XVIII atrás de la Iglesia. Recuerdo una tumba preciosa: una cruz sencilla rodeada por piedras de río, encima de ella crecía una coqueta calabaza verde, adornada con sus bellísimas flores color naranja. En este sentido, Robert Pogue a través de Vico nos recuerda que no sólo la humildad está relacionada con la tierra, sino que la propia humanidad (humanitas) tiene como raíz la tierra (humus).
En contra del inorgánico y aburrido ideal de vida eterna es preferible seguir con Pogue la lectura de Nietzsche, en el que la muerte no es lo opuesto a la vida, sino que la vida es simplemente otra forma de lo muerto, una muy rara. Así comprendí, por fin, ese salmo que dice no esperar el descanso de la muerte, sino la resurrección junto al Padre.
En Amecameca, la calabaza sobre la tumba cantaba: ‘La muerte yace muerta’.
Cuando Milo tenía un año de edad ocurrió el accidente nuclear en Chernobyl. Yo nací el año en el que el muro de Berlín y el llamado socialismo real redujeron su existencia a anécdota de la Historia Universal. En Occidente, los años noventas fueron una década surcada por una actitud nihilista y apolítica de la que el neoliberalismo se alimentó. Cualquier ideología que reivindicara una alternativa frente al capitalismo y el liberalismo era tildada ya no de peligrosa, sino de ingenua o llanamente tonta.
A finales de esa década sin sentido fue cuando Milo quedó huérfano.
Cuando cumplió dieciocho años, la Ley le otorgó el derecho a disponer de su disminuido patrimonio. Lo que hizo con él fue lo que cualquier otro adolescente noventero hubiera hecho con unos varios pocos miles de devaluados pesos mexicanos a su entera disposición: compró una combi vieja, llamó a su amigo Isaac – otro huérfano – y ambos emprendieron una aventura hacia la selva chiapaneca, lugar que a lo largo de algunos años de coexistencia les fue revelando sus misterios. Primero llegaron a Palenque y tiempo después alcanzaron San Cristóbal. Nunca pasaron hambre ni desamparo. El ambiente que los adoptó vibraba con aires renovados que soplaban desde los territorios autónomos.
Cuando yo nací el muro de Berlín ya no existía, para mi cumpleaños número cuatro el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional se levantaba en armas y declaraba la guerra contra el Estado Mexicano y denunciaba los males de la globalización capitalista.
‘¿Escucharon?
Es el sonido de su mundo derrumbándose.
Es el del nuestro resurgiendo … ’
(“Declaración de Guerra Del EZLN,” 2017)
Hopelchén significa ‘cinco pozos’. En la península de Yucatán casi toda nuestra agua dulce está bajo tierra. Para nosotros envenenar la tierra significa necesariamente envenenar el agua. En 2020, además de estar atravesando la pandemia por covid-19, mi territorio sufrió otros estragos del cambio climático: fue un verano de violentas lluvias que provocaron inundaciones que afectaron, sobre todo, a Hopelchén .
Mi maestra de maya es originaria de ese municipio, así que cuando me enteré del siniestro me comuniqué con ella para preguntarle por su familia. Me contó que su pueblo no la había pasado tan mal, pues al ser un valle en el que la geografía no ha sido modificada para cultivo intensivo, cuenta todavía con desagües naturales. A los que no les fue tan bien fue a los vecinos menonitas que labran la tierra con productos industriales marca Monsanto. Sus inmensas tierras de cultivo se inundaron. Incontables seres vegetales mutantes se ahogaron y mucha de su maquinaria agrícola también sufrió daños irreparables debido la furia de Yuumtzil Ixchel.
Fallout denota los efectos negativos de una acción. No hay palabra en español que haga una traducción fiel de la idea. Aparentemente, para el pensamiento latino sencillamente hay consecuencias: sin juicio de valor.
Para un pensador como Spinoza, el bien y el mal – lo positivo y lo negativo – son simples ficciones de una imaginación demencial que es incapaz de asumir la realidad con responsabilidad.
El uso irresponsable y nada cuidadoso de la energía atómica tuvo sus consecuencias: por un lado convirtió un bosque en una reserva maldita y, por otro, hospitales, escuelas y la ciudadanía se beneficiaron de su energía. Otro tanto pasa con la biotecnología.
La mutación de los seres vivos ocurre de manera natural. Algunas de estas mutaciones tienen como consecuencia que la especie se adapte mucho mejor, otras veces sus consecuencias no son tan alegres. El ser humano ha comprendido una minúscula parte de este misterio y ha desarrollado técnicas capaces de modificar genéticamente a algunos seres vivos.
Estas modificaciones a placer han tenido como consecuencias teóricas el conejito fosforescente de Kac, pero también prácticas como las semillas que – según nos contaban algunos productores agrícolas – se pulverizan en el almacén luego de un solo ciclo y cuya creación es responsabilidad del cártel Monsanto. Tales organismos vegetales inevitablemente se han comenzado a fundir con la selva india: siempre la simiente blanca penetrando sin amor y con desprecio la carne morena. Mestizaje inevitable, contradicción atroz de la que mis ancestros fueron responsables, de la cual yo soy consecuencia, y sobre lo que he de limitarme a dar testimonio, no juzgar.
Después de Chernobyl, los “accidentes” medioambientales, económicos, de salud y seguridad pública no han dejado de suceder en el mundo. El sentimiento de ansiedad y amenaza se ha generalizado tanto al grado de ya parecer normal.
Las personas comunes continúan jugando a la farsa de la democracia representativa, aunque creo que ya son pocos los que confían en que la burocracia no traicionará sus promesas electorales.
Este panorama no fue la excepción respecto a la pandemia por covid-19, con un giro mucho más siniestro, detrás treinta años después del accidente nuclear.
En este episodio de nuestra neurótica historia humana, la desconfianza en las instituciones de la disfunción pública llegó a tal grado que muchas personas decidieron negar el riesgo y actuar en conformidad con la creencia de que el virus, simplemente, era otra de las mentiras de la élite acomodada. Justo en 2020 regresé a casa de mi mamá luego de dos años de huir de la miseria a la que los planes de explotación turística habían sometido a mi generación. La novedad del virus mortífero la escuché al calor del hogar, sin sentir ninguna ansiedad especial por la amenaza. Conservamos una saludable actitud escéptica. Las noticias de los enfermos que luego murieron no se hicieron esperar. Una vez más salir a la calle sería cómo jugar a la ruleta rusa. Respirábamos profundo mientras le confiábamos a Dios y a los santos que nos mantuvieran a salvo a nosotras y a nuestros seres queridos. Jamás depositamos nuestra fe en ningún gobierno burócrata.
No estamos en casa luego del extractivismo colonizador. El Tren Maña y todo proyecto de progreso turístico es una mezcla tóxica entre historia genocida, etnocida y destrucción medioambiental.
Los seres vegetales no me enseñan precisamente pasividad y obediencia, sino resistencia y adaptación.
Mis sueños algunas veces me llevan al Hotel San Lorenzo, no sólo por todas las amistades que en esas ruinas germinaron, sino porque no logro superar la conmoción que me provocó la sacratísima presencia de los seres vegetales que, sin permiso, volvieron a esforzarse en la existencia. Así mismo lo hizo el orégano orejón que se arriesgó a crecer en una casa cercana a las amenazantes vías del tren … y casi como si lo intuyera usó al primer ladrón de mi bici para clonarse y luego volverse a clonar cuando por fin pude arreglar cuentas con el malhechor.
No desearía caer en antropomorfismos adjudicándole una inteligencia, pero en sus actos vegetales sin duda reconozco potencia, ya que al resistir el estrés de ser cortado y vuelto a cortar, de ser transportado y vuelto a transportar, de ponerlo en agua dulce y bajo el sol, cada vez, insisto, no sólo se decidió a no morir, sino que a echar raíces en dónde pudiera.
Tengo dos sueños recurrentes. El primero es cuando camino por las vías del tren para llegar al Hotel San Lorenzo, el segundo es cuando sueño con el cementerio de San Román.
San Román es el cementerio más antiguo de la ciudad, se construyó a finales del siglo XVIII. Los únicos seres vegetales que lo habitan de forma permanente son seis enormísimos árboles que sospecho están ahí desde 1700 o antes. Todo lo demás son blancas osamentas y blanco mármol. Luego de siglos son pocos los brotes vida que se abren camino entre la lapidaria ideología de la eternidad moderna: en el siglo XVIII la sociedad quería asegurarse de que los muertos se quedaran muertos – que vampiros no regresaran de la tumba – , tal como quisieron asegurarse de que la radiación, bien encerrada en su sarcófago, no regresara a chuparnos la vida.
Este sueño, por contraste, casi siempre me lleva a recordar el camposanto de Amecameca y su alegre calabaza. La tumba cubierta de flores anaranjadas difumina el límite entre la vida y la muerte. El juicio final y la resurrección no están en el futuro: la misericordia se conjuga en presente.
Playa San Lorenzo y el Lago de Xochimilco están situados en dos estados distintos. Para mí su vínculo es tanto físico como psíquico. Físico porque durante mis primeros años de vida me alimenté de vegetales crecidos en las chinampas que, a su vez, se alimentaban de las aguas negras del lago contaminado por aguas residuales de la ciudad, para luego, en años posteriores, mudarme, alimentarme y nadar en un mar igualmente contaminado por aguas residuales de la ciudad y la actividad turística así como la extracción de petróleo.
Psíquico porque cuando me imagino el ciclo del agua, veo el agua contaminada del lago junto al cual crecí, lloviendo sobre el mar. Agua dulce y agua salada: la misma agua contaminada sólo que en diferentes lugares.
Playa San Lorenzo es una zona exclusiva, pero que sería mejor llamarla una zona de exclusión. Cumple el criterio de ser un área de acceso controlado y restringido: es una playa privatizada.
Aunque en teoría es ilegal privatizar las playas y hacerlas zonas excluyentes, el Estado de excepción que produce la ideología de la soberanía del dinero y propiedad privada sigue operando y alienando a los menos privilegiados dentro del sistema de coexistir con los seres no humanos. De ahí que la cultura produzca a los citadinos como unos alienígenas respecto a la “Naturaleza”.
Para Milo y para mí – que no gozábamos de ningún privilegio social pero que tampoco nos dejábamos afectar por la ideología del dinero y la propiedad privada – silenciosamente transgredíamos durante las noches sus enajenantes límites para acudir al encuentro con los magueyes, los cactus y el cielo infinito en el hotel. El silencio es previo a lo divino y lo demoniaco. El silencio es sagrado.
La energía atómica es descrita como un fuego cuya luz y calor son imperceptibles para nosotros. Cercana a la eternidad, es análoga a la incandescencia divina de la teología judeo-cristiana.
Prometeo y su revolución dotó de fuego a los humanos.
Lucifer – el portador de luz – y su revolución hicieron otro tanto.
Bien lo decía Rilke: ‘todo ángel es terrible’ y la energía atómica es una de esas maravillas terribles. Su potencia es tan intensa que afecta hasta nuestros genes y remodela la carne.
De ahí la prudente recomendación de Santa Teresa de Jesús: no sólo hay que andar en amor a Dios sino también en temor.
La estructura abandonada de concreto en obra negra a la que he llamado Hotel San Lorenzo es un remanente del sueño de progreso económico, a través del turismo de las épocas en las que el Negro Sansores era gobernador. Los secretos a voces cuentan que su construcción fue producto de los robos sistemáticos que perpetró a las arcas del dinero público.
Por suerte sus negocios no progresaron y el incipiente sueño se convirtió en una ruina congelada en el tiempo eterno de su material no biodegradable.
Sin embargo, la vida no se detuvo, pues los seres vegetales reclamaron el monte que el progreso les había intentando arrebatar. Pero no me engaño, su retorno no es un triunfo definitivo, ya que el Tren Maña – que viene propulsado por la misma retórica y las mismas prácticas que produjeron al Hotel – nos acecha.
¿Cómo se pasa de lo que no pasa? No se puede, porque de lo que queremos pasar ha dejado de pasar.
El enemigo no ha dejado de vencer y ni los muertos están seguros.
En alguna de mis clases de filosofía escuché que Occidente y su proyecto ilustrado eran oculocentristas, falocentristas, logocentristas, eurocentristas, antropocentristas y otros centrismos que marginaban sentidos, sexos, géneros, expresiones, culturas, seres y sabrá dios qué más. Algunas corrientes de sabiduría popular comulgan con el criterio de ‘ver para creer’ sin embargo yo siempre he preferido la vertiente que reza ‘de lo que veo creo poco’. En efecto, mi abuela siempre me recomendó no fiarme tanto de la vista porque ‘las apariencias engañan’ y ‘no todo lo que brilla es oro’. A algunas personas les parece que cuando descubro el engaño que hay detrás de una ilusión óptica hay necromancia, adivinación o ese misterioso sentido al que hemos llamado intuición.
Lo que yo creo es que más que una vista privilegiada como la del águila, Natura me dio el olfato de una perra, por eso mi encuentro con Milo fue contradictorio. Su olor no me atraía, tampoco me repelía del todo. Su olor hacía lo contrario a atraerme o repugnarme: me provocaba. Muchos años después confrontando mi olfato con ese vegetal peculiar que no buscaba, sino que me encontró logré discernir a qué olía. Olía justo como el orégano orejón que creció en su jardín cuando me fui de su casa y luego se empeñó en ir a vivir a la de mi mamá.
En el destino violento del profeta – por lo menos en lo que respecta a cierta interpretación de la tradición post-exílica en el Antiguo Testamento – se encuentra anclada la función que desempeña como el que testifica en contra de su pueblo en un proceso judicial. En esta función es posible rastrear uno de los sentidos del martirio. Su primera función es ser un profeta de conversión y la segunda es la predicación del juicio escatológico que viene.
En esta tradición la función del profeta no es la de una víctima que da la vida por la de sus semejantes en el contexto de una economía sacrificial, sino sencillamente dar testimonio sobre lo que ha visto y oído uniendo su propio destino con el de su pueblo.
La pasión del justo es otro de los sentidos del mártir. Aquí son personajes abyectos, sufrientes y marginados los destinatarios predilectos del eschaton. En este sentido, se constituyen como sujetos políticos y éticos a grupos, seres o personas que se les había privado de este estatuto en la sociedad humana.
Estos seres humildes son quienes pueden ver y oír el arribo del eschaton y son los protagonistas de los bienes del tiempo mesiánico.
Mi generación nació después de la bomba atómica, después de Chernobyl, después de lo que Fukuyama llamó, pretenciosamente, ‘El fin de la historia’ (Fukuyama, 2020).
Nos criamos en un espacio arruinado y radiactivo.
Pero eso no nos deprime, porque como decía Durruti:
‘Las ruinas no nos dan miedo. Sabemos que no vamos a heredar más que ruinas, porque la burguesía trata de arruinar al mundo en esta última fase de su historia. Pero te repito que no nos dan miedo las ruinas porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones. Ese mundo está creciendo en este instante’. (Van Paassen, 1936)
Al mundo post atómico se le ha sumado el mundo post covid-19.
En la zona de exclusión de Chernobyl todo es peligroso, no sólo alrededor sino también adentro de nuestros cuerpos. Hoy, el mundo entero es una zona de exclusión en el que todo es peligroso no sólo alrededor sino, fundamentalmente, adentro de los cuerpos. Entre más te internes en otro cuerpo humano más peligro corres.
La magnitud de este evento planetario también es imposible de representar para la razón kantiana. Su potencia destructiva no es una fuerza de la que un cuerpo humano pueda tomar distancia objetiva y admirarla. Una vez más estamos tan pegados a la realidad amenazante causada por nosotros mismos y que reside en nosotros.
No obstante, este peligro que se dirige al interior también puede llevarnos a experimentar con más intensidad la intimidad y lo que puede surgir de ella: la ternura, la complicidad, lo inadvertido, la amistad solidaria, la infra-organización ... Tal vez los virus tengan mucho que enseñarnos sobre cómo actuar para perseverar en nuestra propia existencia.
No cuento con acceso a equipo de microscopía electrónica que me permita jugar y hacerle algunas fotos al coronavirus. Mi humilde técnica se limita a la escritura en la que tampoco intento imitar la vida, sino que dar testimonio de su fragilidad y resistencia, justamente, desde mi intimidad: los recuerdos de mis experiencias y la conciencia que he adquirido a través de ellos.
Mi dedicatoria no va dirigida a las víctimas.
Mi dedicatoria va dirigida a todos los seres que padecen los efectos de los abusos de poder en un mundo colapsado, pero en el que no obstante resisten.
Para Badiou, el propio concepto de víctima le parece inaceptable para lograr integrar una ética debido a que el acto de victimizar, así como el acto de asumir la victimización, tienen como efecto la deshumanización / destrucción del cuerpo que ha aceptado este lugar – en términos de Agamben, los cuerpos en los que la victimización se asume quedan reducidos a vida desnuda – . En contraposición con la identidad de víctima, Badiou reconoce la existencia de algunos cuerpos radiantes a los que los verdugos han intentado victimizar, pero estos se esfuerzan para resistir la adquisición de los efectos de la deshumanización/destrucción produciendo una identidad distinta: es aquí donde la humanidad se insiste sin pensarlo, dice el filósofo.
Badiou cree que esta identidad que resiste vigorosamente al verdugo que intenta deshumanizarla es ‘la humanidad’, yo aventuro mi propia intuición en otra lógica. A mi juicio se trata de los seres poseídos por el instinto de vida.
Spinoza decía que un ser libre no piensa en la muerte.
Así, mi solidaridad y dedicatoria va extendida a todos los seres humanos y no humanos que, aunque padecen, se esfuerzan por perseverar en la vida, a todos aquellos seres que se esfuerzan en la vida, por lo tanto en su liberación.
‘Declaración de Guerra Del EZLN’. 2017. Archivosonoro. 1 enero 2017. https://web.archive.org/web/20210617183004/https://www.archivosonoro.org/archivos/declaracion-de-guerra-del-ezln/.
Fukuyama, Francis. 2020. The End of History and the Last Man: Francis Fukuyama. UK: Penguin.
La Jornada San Luis. 2020. ‘Renuevan en Chile estado de excepción por pandemia de Covid-19’, 11 septiembre 2020. https://web.archive.org/web/20210119022335/https://lajornadasanluis.com.mx/internacional/renuevan-en-chile-estado-de-excepcion-por-pandemia-de-covid-19/.
Zamudio, Omar, dir. 2021. La Nopalera. https://www.youtube.com/watch?v=pf_3nuFxRak.
Van Paassen, Pierre. 1936. ‘2,000,000 Anarchists Fight For Revolution Says Spanish Leader’. Toronto Daily Star, 5 agosto 1936. https://libcom.org/article/buenaventura-durruti-interview-pierre-van-paassen.