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El horizonte espacio-temporal de la existencia: un conflicto de escala

Published onApr 28, 2023
El horizonte espacio-temporal de la existencia: un conflicto de escala
·

Reacción en cadena y mutación,

contaminación.

Detengan la radioactividad,

está en el aire tuyo y mío (Kraftwerk, 1975)

Escalas cuánticas, planetarias y cósmicas

Reescribir, desde otras perspectivas, fenómenos como el accidente nuclear de Chernóbil, el cambio climático o la extinción de especies biológicas, nos plantea un desafío en la configuración del pensamiento actual, entre otras razones, porque hay que dinamitar la escala acostumbrada. Esto implica realizar un nuevo ejercicio mental que tome en cuenta gradientes cuánticos, planetarios y cósmicos, un cambio de visión que abarque desde la unidad de medida más pequeña posible, hasta su relación en extensiones espacio-temporales inmensas y simultáneas. Aprender a lidiar con estas dimensiones es un desafío y poco se ha logrado al plantear análisis críticos de temas ecológicos. Ya lo dice Peter Sloterdijk cuando afirma que ‘somos casi fisiológicamente incapaces de sumar los resultados de nuestro propio comportamiento a las consecuencias cósmicas. Estamos profundamente convencidos de que todo lo que hacemos podría y debería ser perdonado. Desde un punto de vista ecológico, vivimos en un periodo de tiempo de inocencia perdida’ (King & Borrud, 2020). En realidad, apenas podemos concebir la escala del calentamiento global o de los desastres nucleares; después de todo, quizá antes del siglo XX, no habíamos tenido que hacerlo. Este reto impone la pregunta: ¿cómo trascender la escala espacio-temporal de lo que explota o se degrada para ajustarlo a las medidas que podamos sinceramente comprender?

El progreso: una unidad de tiempo absurdo

La explosión que se provocó durante pruebas técnicas del reactor de la central nuclear de Chernóbil ocasionó que se emitiera aproximadamente cien veces más radiación que la liberada por las bombas lanzadas sobre Nagasaki e Hiroshima. Se produjo una activación de partículas subatómicas que provocó que la misma tierra y su entorno se volvieran radiactivas. Con el estallido accidental de aquel reactor, explotó también nuestra conciencia y replanteó nuestra relación con el futuro. Lo que sucedió y continúa pasando en Chernóbil abre un espacio de oportunidad para pensar y reconceptualizar la naturaleza de la tecnología, en donde el presente, el pasado y el futuro de nuestro planeta sea tomado en consideración desde su diseño. El accidente nuclear de Chernobil abrió una herida, pero también un espacio de oportunidad para tratar de entender nuestra relación con las redes de vida de las cuales formamos parte, y para analizar cómo nos hemos desvinculado de los metabolismos del entorno natural y social de los que dependemos. Michael Marder escribió que:

Además de dar por terminada la actualidad de múltiples mundos humanos y no humanos, el evento de 1986 acabó con el horizonte temporal de la existencia, contra el cual el mundo todavía podría parecer significativo. Sobrepasó (o, mejor dicho, eclipsó) la luz del significado. Trascendiendo la escala y el orden del tiempo adaptado a la medida humana, la persistencia de ciertos tipos de contaminación en el medio ambiente se vuelve impensable. Que las plantas todavía crecen y los animales regresan a Chernóbil, posapocalípticamente, no refuta esta tesis. Suponiendo que todavía sea plausible, la recuperación de los sentidos será tardía, eclipsada para siempre por un desastre sin sentido e interminable (Marder & Tondeur, 2016, 64)

Paradójicamente, la energía nuclear tiene bajas emisiones de gases de efecto invernadero; de hecho, que se considere como ‘energía limpia’ no la hace menos peligrosa, pero sí es un potente y confuso argumento para permitir su uso en el proyecto de administración de un mundo en crisis. Las ciudades necesitarán aumentar su suministro eléctrico y a la vez mitigar las emisiones de gases de efecto invernadero. Las plantas nucleares se presentan como una solución a esta ecuación; sin embargo, implican un peligro atómico siempre latente, con un incalculable poder destructor de lo material y de lo inmaterial. Los protocolos de ‘gestión de riesgos’ para la elaboración de energía nuclear resultan un eufemismo que delata las consecuencias de nuestra hambre de energía: esta última consiste en morder lo que nos alimenta para ingerir la energía de otros. Penetrar para extraer (la tierra, los núcleos de los átomos u otros cuerpos), es nuestra forma de satisfacernos energéticamente, una demanda insaciable hasta el absurdo.

La ideología del progreso prevaleció tanto en la URSS como en Occidente, avanzó hacia lo insoportable y, finalmente, hacia la probable imposibilidad de seguir viviendo. Se gestionan los riesgos pero no la sed de progreso con que la modernidad creyó que la razón podía construir el paraíso en la tierra, para secularizar la fe en el paraíso prometido de las religiones. Alexievich reescribe un testimonio que da cuenta del problema: ‘Lo único es que el progreso exige víctimas y cuanto más lejos vayamos, más serán las víctimas. Y no en menor medida que en la guerra, como hemos visto. La contaminación del aire, el envenenamiento de la tierra, los agujeros de la capa de ozono’ (Alexievich, 2019, 83). En Chernóbil, los multifamiliares desalojados y rehabitados hoy por vegetales, animales y un altísimo grado de radiactividad, son el escenario del progreso tal como lo pensó Walter Benjamin en su tesis 9: ‘El ángel de la historia quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer los fragmentos. Pero desde el paraíso sopla un viento huracanado que se arremolina en sus alas, tan fuerte que el ángel no puede plegarlas’(Benjamin, 2021, 171). La fe en el progreso es ese huracán; y el tiempo quisiera detenerse para despertar a los muertos.

La diferencia entre el fenómeno que refería Benjamin y el de la crisis ambiental es que para pensar política y cósmicamente nuestra realidad ecológica, el fenómeno desborda las oposiciones binarias de vencedores y vencidos, de víctimas y victimarios. Frente a la catástrofe nuclear y los almacenamientos de residuos de la energía, no sólo se tiene una deuda histórica con los muertos, como apunta Benjamin, sino con lo que no ha nacido todavía. La deuda es con el futuro también, de aquí a diez mil años, quizá.1

Un problema de semiótica nuclear

‘La tragedia de la humanidad contemporánea, es que somos al mismo tiempo Creonte y Antígona: el soberano que no respeta las realidades ecológicas, enterrando vivo a quien las cuida, y el prisionero que sufre, privado de los elementos, de todo lo que hace posible la vida’ (Marder & Tondeur, 2016, 50).

Cuando reflexionamos sobre la escala temporal de las consecuencias de la radiactividad generada durante la segunda mitad del siglo XX, se presenta ante nosotros el problema del futuro, más específicamente el problema de alertar a las posibles poblaciones el peligro que habita en los contenedores de materiales radiactivos que almacenará el subsuelo del planeta. ¿Qué pasaría si en diez siglos o en diez mil años, los humanos u otras especies decidieran escarbar o hacer un trabajo de arqueología y desenterraran las entrañas de nuestros ‘excrementos’ almacenados en sarcófagos cubiertos de concreto?

Ésta es una de las preguntas que les ha preocupado a investigadores desde la década de 1980; se plantea un problema de semiótica nuclear: ¿cómo transmitir un mensaje de peligro radiactivo enterrado profundamente en zonas específicas de la tierra?, ¿qué señales son las necesarias para los posibles habitantes del futuro humano y no humano?, ¿cómo podemos garantizar que comprendan nuestros mensajes de peligro del pasado?

Éste es un problema de diseño que la Planta Piloto de Aislamiento de Residuos (WIPP, por sus siglas en inglés) ha tratado de resolver desde 1983 para el depósito nuclear geológico, de túneles y cavernas, construido a más de 600 metros de profundidad en el desierto de Yucca Mountain, Nuevo México. Aquí están contenidos los desechos nucleares más peligrosos del ejército de Estados Unidos. Éste es de los primeros repositorios geológicos de desechos nucleares, el cual se llenará en un par de décadas y se sellará con concreto. Se instalará un letrero monumental de ‘No entrar’ y otro enterrado a seis metros. En las próximas décadas están proyectados nuevos depósitos de este tipo.

Se trata de una cuestión inmensamente compleja por los profundos e inusuales abismos de tiempo que involucra este proyecto de comunicación. Pensemos que los residuos seguirán siendo letales durante milenios; por ello la Planta Piloto de Aislamiento de Residuos ha involucrado lingüistas, arqueólogos, antropólogos, ingenieros, psicólogos y escritores de ciencia ficción para intentar determinar un sistema de alarma capaz de ser comprendido en el futuro. Se han diseñado pictogramas, iconogramas, arquitectura para las instalaciones de almacenamiento actuales con tipologías específicas, entre otras ideas, más o menos ingenuas o absurdas (Piesing, 2020).

Por otro lado, en 1982 la revista Zeitschrift für Semiotik emitió una encuesta que planteó la siguiente pregunta: ‘¿Cómo sería posible informar a nuestros descendientes durante los próximos 10.000 años sobre los lugares de almacenamiento y los peligros de los desechos radiactivos?’. Recibieron respuestas como la idea del lingüista Thomas Sebeok (1984), quien propuso la creación de un sacerdocio atómico, fundamentando que la Iglesia y su sistema de creencias se ha logrado transmitir por casi dos mil años. Este sacerdocio se dedicaría a preservar el conocimiento sobre la ubicación y los peligros de los desechos radiactivos a través de rituales y mitos, e indicaría áreas prohibidas y las consecuencias de toda transgresión. Otra propuesta fue hecha por Françoise Bastille y Paulo Fabri, quienes propusieron intervenir genéticamente a los gatos para que cambiaran significativamente de color cuando estuvieran cerca de material radiactivo: le llamaron The Ray Cat Solution.2 Otra idea fue la de Vilmos Voigt: instalar señales de advertencia en muchos idiomas y, cada cierto tiempo, agregar nuevos letreros con traducciones, sin eliminar los anteriores.

Todas éstas son ideas para detener la curiosidad de los habitantes del futuro por explorar un peligro nuclear que nuestras generaciones dejarán latente en las entrañas de la tierra. Es un conflicto de diseño que se discute en la actualidad y ha llegado a encontrar propuestas de soluciones tan absurdas como la razón que las convoca. La seguridad de los almacenamientos nucleares es fundamental para permitir la vida en el futuro; sus posibles consecuencias tienen una magnitud que abarca una escala que nunca antes hemos requerido comunicar. ¿Qué pasaría si no logramos transmitir este mensaje? La forma del peligro es una emanación de energía que puede desintegrar todo tipo de cuerpos; por esto, una de las preocupaciones de este modo de extracción de energía tendría que ver con que nuestros residuos nucleares implican un problema semiótico de diseño de comunicación con otras especies.

Cuando se han detonado bombas atómicas haciendo pruebas o en una guerra, y cuando se utilizan plantas de energía nuclear, se produce una altísima cantidad de desechos radiactivos. Este material amenaza la vida y la salud humanas y no humanas durante miles de años. Por esta razón, la tecnología nuclear ha implicado pensar en las formas de almacenamientos terminales para tales materiales durante un periodo de tiempo inusualmente largo. Esto me lleva a pensar en la escala de las formas arquitectónicas de los recintos que almacenan estos desechos o accidentes nucleares. Alrededor de la planta nuclear de Chernóbil se delimitó una zona de exclusión de un radio de treinta kilómetros, se construyó primero un sarcófago de concreto y acero con fines provisionales; éste fue hecho por millones de trabajadores y trabajadoras de la Unión Soviética y muchos murieron después de su labor de limpieza y construcción. En 2016, se concluyó la construcción de un domo de acero fuera del sitio, para después transportarlo con rieles y grúas robotizadas a los fines de limitar las dosis de radiación para los trabajadores. Este domo es un parche que confina el problema por cien años. Cien años es demasiado poco y, sin embargo, este domo significó una imponente obra de ingeniería: la estructura móvil más grande jamás levantada, a grado tal que sus diseñadores lo consideran una de las maravillas del mundo. La maravilla de un mundo catastrófico: es una jaula que contiene algo que nadie ha visto y representa todas las fuerzas humanas posibles, con un interior mortífero, por cien breves y miopes años. Un monumento a la ingenuidad que abraza otra imagen de destrucción: la ‘pata de elefante’, una masa amorfa de cemento derretido y radiactivo, un monumento previo al desencanto del mundo.

Sobre esto, Marder afirma que El encubrimiento es el entierro: junto con los desechos radiactivos, nosotros somos los que están en el interior del sarcófago, incluso si parece que estamos afuera. La tierra se está convirtiendo en una tumba colectiva, para los humanos y un número incalculable de especies no humanas. Independientemente de lo que cubra el sarcófago, no puede cubrir el enfoque del entorno natural que ha requerido su construcción (Marder & Tondeur, 2016, 50)

Con estas palabras, Marder piensa al planeta como una iteración del sarcófago de Chernóbil: habitamos quizá un incendio que no vemos y que no huele; una catástrofe imperceptible, microscópica, subatómica pero repetida en las partículas humanas, en las no humanas, en la tierra, en el aire, en el agua. ‘La pata de elefante’ se puede cubrir con una impresionante construcción de la ingeniería contemporánea, se pueden construir tumbas subterráneas para los desechos, se pueden posponer las crisis y podemos jinetear los recursos quizá unas décadas más. Pero se ignora la obviedad y la pregunta por el sentido mismo de la necesidad de construir estas ‘maravillas de la ingeniería’; y también se ignora, por un lado, la escala temporal del futuro que nos excede como especie, y por el otro, se evade la ominosa relación con los habitantes no humanos que padecen nuestras formas de saciar las necesidades energéticas de las ciudades, cuando en sus metabolismos ni siquiera existe la producción de desechos. 

Semiótica del peligro presente

El signo que usamos para indicar que existe presencia de radiación nuclear (el trébol negro, o más bien, el círculo con tres aspas que representan los tres tipos de radiación: alfa, beta y gamma) es más o menos reciente: se inventó en 1946 en el Departamento de Radiación de la Universidad de Berkeley. En un inicio tenía colores celestes con violeta, después se modificaron porque consideraron que éstos no se asociaban con el peligro que deseaban comunicar. Entonces se convirtió en la combinación actual de amarillo con negro, aunque en los emoticones de algunos de nuestros celulares es naranja con blanco. Este símbolo quizá nos resulta familiar, pero según encuestas parece que sólo 6% de la población mundial sabe lo que significa. Esto lo expongo para pensar también en la escala del tiempo presente, donde el problema que implica transmitir la idea de peligro es deficiente incluso en la actualidad, aunada a los discursos que defienden este tipo de producción de energía como una alternativa ‘limpia’. Se han hecho esfuerzos por diseñar un símbolo más claro de transmisión del peligro, incluso para asentarlos en los depósitos de residuos proyectados para este siglo. Actualmente se ha retomado el trébol y han agregado un cráneo y una silueta humana corriendo en un triángulo rojo; quizá este diseño gráfico sea el síntoma de nuestra época. A ello se agregan discusiones sobre las variables culturales de la tipología del cráneo porque hay países que lo relacionan con temas ajenos al peligro o con otras formas de entender la muerte, como el uso repetido en México de cráneos que se celebran y tienen su propia festividad.

Los efectos de la energía nuclear y de sus desechos son universales, pero el mensaje que requiere comunicar se enfrenta a la heterogeneidad cultural y a un problema de comunicación planetario que, además de la antropocéntrica intención de diseñar una señal, excluye el problema de los animales y plantas que también padecen las consecuencias de la radiación y a quienes tendríamos que prevenir del inminente peligro. Almacenar basura nuclear nos enfrenta a la otredad humana presente y futura, pero también y absolutamente nada discutido, a la otredad no humana, porque hasta ahora no es evidente lo vital que resulta podernos comunicar en el presente (y en el futuro) entre especies.

Los vestigios del futuro

Desde una antropología filosófica podríamos pensar que la especie humana es la única que produce desechos, vistos como sustancias residuales problemáticas porque no se adhieren a ninguna otra cadena de uso o de sentido. Sólo los humanos producen residuos que no se vinculan a otros metabolismos y que, por lo tanto, se acumulan casi sin cambios. Como especie hemos ‘logrado’ que algo no se degrade, que permanezca, que sea eterno e inmortal: la basura nuclear.  

Existen otros complejos de control de residuos nucleares, uno de ellos es Onkalo, está en Finlandia y comenzó a diseñarse a finales del siglo XX y se terminará de construir en el siglo XXII, es un sistema de túneles y rieles con 500 metros de profundidad, que guardará por tiempos inconmensurables los residuos que se generen durante la producción de energía nuclear para electrificar las ciudades. El diseño de esto que podríamos considerar como un ‘aparato urbano’ debe proyectarse a cien mil años al futuro, aunque no se tenga registro de nada construido por el hombre con esta duración. Onkalo podría considerarse otra ‘maravilla’ de la ingeniería y de la civilización, pero su programa arquitectónico delata los problemas que se encapsulan en tanques de acero inoxidable dentro de albercas de agua subterránea. Esta ciudad bajo tierra (un espacio habitado actualmente, mientras se construye, por los trabajadores que viven ahí dentro), diseñada para convertirse en sepulcro, en tumba, en caja fuerte sellada, será quizá el vestigio más duradero de nuestro siglo, albergará los residuos que generará la electricidad de nuestras urbes; sin embargo, Onkalo, sólo albergará los desechos de su país. El resto de países sin proyectos de depósitos de residuos nucleares, ¿dónde vamos a enterrar nuestros cientos de miles de toneladas de basura nuclear? Esta basura representa un peligro potencial: es invisible, inolora, no se siente y aún así podría dañar el código genético de los cuerpos del mundo. Todos estos restos radiactivos se guardarán en la corteza terrestre durante más de doscientos mil años: esa escala es para nuestra conciencia un ‘para siempre’; y almacenar algo para siempre es un gran problema de diseño.

Este tipo de proyectos de diseño implica varios problemas; uno de ellos es el manejo temporal de los depósitos de basura nuclear que afrontan escalas temporales que difícilmente podemos representar o imaginar y que bien podrían considerarse como una eternidad. La forma de producir energía actualmente nos enfrenta con las siguientes preguntas: ¿cómo diseñar proyectos urbano-arquitectónicos a la escala temporal y espacial de nuestra catástrofe?, ¿cómo aislarlos de la curiosidad de humanos o especies que no existen todavía? Quizá dejar letreros de ‘no abrir’ incite la curiosidad de seres vivos por saber qué hay dentro de estas fosas y, si estas tumbas llegaran a abrirse, el proyecto habrá fallado con consecuencias destructivas cuánticas y cósmicas. Frente a la pregunta sobre cómo transmitir el mensaje del peligro contenido, no hay respuestas todavía; y de todas formas se planean y se diseñan estos depósitos frente a la incertidumbre del futuro, donde angustiosamente no sabemos hasta qué punto se está enterrando una catástrofe ambiental en potencia.

Tanto lo que se encierra en los contenedores de los derrames nucleares de accidentes como Chernóbil o Fukushima, o lo que se oculta en los depósitos subterráneos como el de Finlandia o Nuevo México, tendrán una duración de tal magnitud que, con certeza, serán los vestigios que dejarán nuestras generaciones. Quizá los arqueólogos del futuro en sus excavaciones encuentren las tumbas o los cementerios nucleares, y posiblemente este hallazgo sea trágico. Plantear esto implica asumir que la construcción de basureros nucleares forma parte de una lógica autodestructiva enmascarada como energía y progreso promisorios: una contradicción absoluta.

El diseño constructivo y las posibles estrategias de comunicación se maquinan a una escala de diez mil años, quizá porque es la temporalidad que alcanzamos a imaginar. Sin embargo, si pensamos en diez mil años hacia atrás, la tecnología de ese momento fue la agricultura y conocemos relativamente poco sobre las especies y la cultura de aquel entonces. ¿Qué sabemos sobre las tecnologías y formas de vida posibles dentro de diez mil años? Lo impresionante es que los desechos de la energía que necesitamos ahora nos llevan a formular estas preguntas con una fuerte incertidumbre. Nos enfrentan a entender que nuestro lenguaje y nuestras formas culturales son más cambiantes que el plutonio.

Tecnologías de la inmortalidad: escritura, arquitectura y basura nuclear

El Poema de Gilgamesh es una de las primeras obras literarias de la humanidad, y está tallado en tablillas con escritura cuneifornme. La trama gira en torno a la búsqueda de la inmortalidad. En el relato se cuenta una travesía donde finalmente el rey Gilgamesh pierde la única planta que le podía dar la inmortalidad, se la roba una serpiente que cambia de piel y rejuvenece. El rey regresa derrotado a su ciudad, Uruk. Al llegar, reconoce que los muros que había hecho construir con anterioridad son su obra y, por lo tanto, se le presentan como un legado de su propia inmortalidad: Gilgamesh reconoce que sólo su obra, la gran muralla que rodea la ciudad, va a sobrevivirle. El poema fue escrito aproximadamente hace cinco mil años, su existencia es en sí misma una tecnología de la inmortalidad; por lo mismo, no es casualidad que haya surgido en Uruk, la primera ciudad de la historia urbana. La arquitectura y la ciudad son también formas de escritura y, como tales, artilugios de la inmortalidad. Ante toda la incertidumbre del futuro, podemos tener la certeza de que, dentro de cinco mil años, seguirá existiendo lo escrito, la arquitectura y la basura nuclear.

Los dispositivos de la escritura han cambiado en el tiempo. En el siglo VI D.C. la escritura se asentaba en papiros, pero escaseaban porque hacerlos era costoso y difícil, por eso se reciclaban: se lavaba el papel y se escribía de nuevo en ellos una y otra vez, se raspaba la tinta con piedra pómez y se volvía a escribir encima. Sobre el pergamino siempre quedaban restos de la escritura anterior poco visible; son documentos que conservan huellas de escrituras anteriores en su superficie, esto se llamó palimpsesto. Guillermo Tovar de Teresa publicó La ciudad: un palimpsesto, un libro que relata la historia de la destrucción de la Ciudad de México y que contempla todo lo desaparecido en ella, describe lo que permanece como aquello que ‘queda por destruir’. Las ciudades en general, pero particularmente la Ciudad de México, son un lienzo reciclado donde la traza urbana, los nombres de las calles, algunos edificios y muros sólo existen como borraduras de un pasado que todavía se habita y se lee tácitamente: ‘La ciudad que no podía extenderse, por su condición lacustre tuvo que devorarse a sí misma para crecer. Se demolía una iglesia para construir otra sobre el mismo sitio … Los mexicanos tenemos la mala costumbre de autodevorarnos … de construir sin destruir lo que ya existía’ (Tovar de Teresa, 2006, 21).

La Ciudad de México se ha escrito sobre sí misma con edificios virreinales levantados sobre edificios prehispánicos; algunos elementos de la traza de Tenochtitlán se mantienen hasta ahora y las calles que fueron acequias se hunden poco a poco. Los edificios se mueven como si fueran barcos cuando el suelo tiembla, y la ciudad se inunda desde hace quinientos años porque se fundó sobre un sistema de lagos cuya agua se ha borrado poco a poco pero permanece, porque el agua es oriunda de aquí.

Existe la idea de que mientras más urbanizado se está, más civilizado se es. Las ciudades condensan el proyecto moderno de dominar la naturaleza al grado de parecer que no nos configura, hasta lograr obviar o negar los metabolismos de los que formamos parte como síntoma de nuestro progreso. Las ciudades y su arquitectura perduran y resisten a las propias contradicciones que las configuran, en su oposición a las lógicas del territorio natural precedente.

Podemos pensar que, por un lado, los desarrollos tecnocientíficos de la arquitectura y la ingeniería son frenéticos: existen edificios que se construyen con softwares para naves espaciales, impresoras 3D que pueden hacer edificios a escala 1.1, diseños que se previsualizan en realidad aumentada; por otro lado, casas que colapsan con terremotos de intensidad media, negligencia en la infraestructura pública que cobra vidas y genera una cotidianidad incierta. Como escribe Juan Villoro en su reciente libro El vértigo horizontal, en la Ciudad de México, ‘la odisea es la aventura de lo diario; ningún desafío supera al de volver a casa’ (Villoro, 2019, 45). Porque cuando los flujos de energía urbana de los que dependemos fallan, por un temblor, una inundación, la erupción de un volcán, etcétera, nos quedamos atrapados, en el metro, en el cablebús; nos quedamos atrapados en la ciudad misma de la que no huimos tras los desastres sino que nos quedamos a buscar entre las ruinas, a habitar el riesgo, sin saberlo claramente y, por lo tanto, sin poder comunicarlo. Esta conciencia difusa del riesgo es intrínseca a las ciudades desde su origen, se habita nerviosamente el territorio porque este tipo de asentamientos aglomera el frenesí energético que significa la urbanización.

Pareciera una obviedad decir que una ciudad es un asentamiento delimitado de humanos que interactúan entre sí; por eso los estudios urbanos abarcan temas de gobernanza y política pública, pero estas definiciones invisibilizan a todos los habitantes no humanos que hacen posible la vida urbana. Aquí se entubaron los ríos, se ocultaron las montañas tras cortinas de esmog, se poblaron los volcanes y peligra la vida de especies endémicas en la Zona Metropolitana del Valle de México. La ciudad y su arquitectura sobreviven en capas (igual que la escritura de los papiros tallados y reusados) que cuentan historias de destrucción, de afirmaciones de poder. Nuestras generaciones dejarán capas de contenido radiactivo que perdurará con certeza más de cinco mil años, pero desconocemos lo que los arqueólogos del futuro interpretarán sobre nosotros si es que, en el peor de los escenarios posibles, encuentran esas capas.

Si volvemos a pensar en Chernóbil tras esta reflexión, surge la pregunta por la ciudad de Pripiat, donde habitaban familias, trabajadores de la planta nuclear y especies no humanas que siguen padeciendo el accidente del reactor número 4. Los muros, edificios y las calles de Pripiat sobreviven como ruinas y se le ha denominado ‘ciudad fantasma’ porque es una ciudad borrada y reescrita, una ciudad palimpsesto como todas. Ahora que los humanos se han alejado de la zona de exclusión, cabe la pregunta: ¿es Pripiat una ciudad? Quizá es una ciudad como cualquiera otra, como la Ciudad de México, una borradura que sobrevive para dejar escrita, una y otra vez, la historia de una destrucción que continúa y nos sobrevive. Ahora Pripiat está siendo repoblada por animales y plantas pero la zona sigue y seguirá devastada. Conmemora, como Uruk, un tipo de legado, una tecnología de la inmortalidad.

Sobre esto Marder reflexiona:

Los animales y las plantas están regresando a la zona de exclusión de Chernobyl porque los seres humanos se han ido, no porque el suelo sea más fértil. Podríamos celebrar este giro de los acontecimientos, encontrando en él una especie de laboratorio para un planeta vibrante que sobreviviría al ataque humano durante mucho tiempo después de que nuestra especie se haya extinguido. O podríamos luchar contra la indiferencia nihilista, con la que los árboles muertos se han conservado (casi fosilizados), a través de un esfuerzo concertado de seleccionar, ordenar y mostrar los rastros de la catástrofe para el pasado y el futuro, como conmemoración y como advertencia (Marder & Tondeur, 2016, 28)

La vida media de los desechos: un problema localizado

En México algunos desechos se gestionan a través de la Planta de Tratamiento de Desechos Radiactivos Patrader que se encuentra en el Centro Nuclear Nabor Carrillo Flores en el Estado de México. Existen otros centros: el Centro de Almacenamiento de Desechos Radiactivos (Cader), el Laboratorio de Desechos Radiactivos, donde se caracterizan los desechos y se llevan a cabo trabajos de investigación de procesos dirigidos a su gestión; La Piedrera, que almacena varilla contaminada con Co-60 y la zona de Peña Blanca a donde se trasladaron los jales de uranio producidos en la planta de beneficio de uranio de Villa Aldama (Instituto Nacional de Investigaciones Nucleares, 2019). En noticias recientes, se denunció el amontonamiento de desechos contaminantes sin tratamiento en la planta nuclear de Laguna Verde. (Ávila Pérez, 2021).

Estos desechos se compactan en bidones negros y se apilan en bolsas amarillas; a veces se llevan de un lugar a otro, y se entierran en bodegas. Luego se investiga y se cataloga. Así van y vienen los residuos de una basura que no se degradará pero que se sigue acumulando. Estos ‘cementerios nucleares’ existen en muchos países, como el complejo de Hanford en Estados Unidos, la planta de Lanyu en Taiwán, Drigg Low Level Waste Repository en Reino Unido, el complejo ZWILAG en Suiza, o El Cabril en España. En muchos casos, se ha efectuado un mal manejo de los residuos y se ha vertido basura en mares y tierras. Todos estos son proyectos que han sido diseñados para sustancias cuya peligrosidad comenzará a descender en 300 años aproximadamente, aunque las cifras respecto a este tema son tan aleatorias y con márgenes de error tan grandes que casi es absurdo tomarse la molestia de pensarlas. Esto se debe a que la experiencia con este tipo de energía no tiene más de un siglo y todas las proyecciones son ilógica y preocupantemente aproximadas. Marder reflexiona sobre la vida de los elementos involucrados en los procesos nucleares y sus desechos:

La vida media del uranio empobrecido (U-238) es la misma que la edad de nuestro planeta: 4.500 millones de años, un lapso de tiempo que, en comparación con toda la historia de la humanidad, es prácticamente infinito. El cesio-137 es más modesto. Tiene una vida media de tres décadas, lo que significa que por el trigésimo aniversario de ‘Chernobyl’ (el nombre del sitio como la metonimia de lo que sucedió allí) sólo el cincuenta por ciento de los átomos de cesio-137 que se han descargado en el medio ambiente se habrá transformado en bario-137 con una vida media de aproximadamente 2.5 minutos. ... La radiación tiene múltiples vidas posteriores, medidas convencionales por el periodo que tarda la mitad de los átomos radiactivos en transformarse en elementos más estables. Los átomos residuales se dividirán por igual entre los que requerirán la misma cantidad de tiempo para someterse a una transformación y aquellos que mantendrán su radiactividad hasta el próximo ciclo los reduce a la mitad. Y así sucesivamente … Debido a que ciertos isótopos exhiben similitudes químicas con constituyentes de nuestro cuerpo, pueden incorporarse a nosotros. El estroncio-90, similar al calcio, se convierte en parte de la estructura ósea. Se lleva en nuestros esqueletos, en nuestros dientes ... Posterior al inicio de las pruebas de armas nucleares en todo el mundo, este isótopo está presente en la constitución dental de todo aquel nacido después de 1963. … Las plantas que crecen en suelo contaminado son, igualmente, una vida futura finita de radiación. El estroncio-90 se acumula en los tejidos vegetales vasculares, mientras que el cesio-137 se distribuye por toda la planta, debido a su similitud con el potasio (Marder & Tondeur, 2016, 38)

¿Cuánto tiempo permanece activo el plutonio? ¿Cuándo decae la radiactividad de los residuos de alta, media y baja intensidad?, ¿cuáles son las cantidades de radiación a la que los humanos y no humanos podemos exponernos y por cuánto tiempo y con qué consecuencias? Y también me cuestiono: ¿por qué los periodistas le llaman ‘cementerios nucleares’ a estos centros de tratamiento de desechos radiactivos?, ¿qué muerte es la que se almacena, se investiga y se administra en estos sitios?

Cada vez que se produce energía, de cualquier tipo, se producen desechos. Son éstos los que se convierten en un problema con una escala que explota nuestra conciencia y nuestra imaginación. Hace un par de siglos, se pensó en el carbón como principal detonador de energía modernizadora planetaria y se carbonizó el mundo. Hoy los desechos de esta decisión amenazan con la crisis del cambio climático. La alternativa a este conflictivo invernadero podría ser la producción de energía nuclear, pero sus desechos y sus accidentes causan, con una velocidad extraña, otra crisis que se yuxtapone a la climática; así que esta alternativa angustia por un potencial peligro que no somos capaces de conceptualizar y, mucho menos, de comunicar.

Tal vez esto es lo que hace tan difícil reescribir sobre lo que pasó en Chernóbil, porque el accidente que sucedió hace 37 años y que se repite en otros contextos nucleares como Fukushima, Mayak, Windscale, Ciudad Juárez o Three Mile Island, delata las contradicciones de la capacidad humana para satisfacer la energía que creemos necesitar con una habilidad autodestructiva de primer orden, la cual atraviesa escalas tan pequeñas como el núcleo de los átomos y tan inmensas como todo el tiempo del mundo. 

Referencias


Alexievich, Svetlana. 2019. Voces de Chernóbil: Crónica del Futuro. Nueva York: PRH.

Benjamin, Walter. 2021. Tesis sobre el concepto de historia y otros ensayos sobre historia y política. Traductores Jordi Maiso Blasco y José A. Zamora. Madrid: Alianza editorial.

Borys, Christian. 2017. ‘Cómo es de cerca el “sarcófago” gigante de Chernobyl, que encerrará los residuos nucleares más peligrosos del mundo’. BBC News Mundo. 9 enero 2017. https://www.bbc.com/mundo/noticias-38533187.

Hütter, Schneider, Schult. (1975). Radioactivity. En Radio-Aktivität. Kraftwerk, Capitol Records.

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King, Neil, y Borrud, Gabriel. 2020. ‘Humans Are Not Prepared to Protect Nature’. DW, 23 junio 2020. https://www.dw.com/en/how-do-we-change-peter-sloterdijk-environment-coronavirus-on-the-green-fence-climate-change/a-53533840.

Marder, Michael, y Tondeur, Anaïs. 2016. The Chernobyl Herbarium: Fragments of an Exploded Consciousness. Londres: Open Humanities Press. http://www.openhumanitiespress.org/books/titles/the-chernobyl-herbarium/.

Office of Nuclear Waste Isolation. 1984. Reducing the Likelihood of Future Human Activities That Could Affect Geologic High-level Waste Repositories. Columbus (OH), Estados Unidos: Battelle Memorial Institute. https://doi.org/10.2172/6799619

Piesing, Mark. 2020. ‘El desafío de crear una alerta de amenaza nuclear que se entienda dentro de 10.000 años’. BBC News Mundo, 13 septiembre 2020. https://www.bbc.com/mundo/vert-fut-53966342.

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