Pensar lo vegetal desde lo que propone el Herbario de Chernobyl significa también pensar la vida, distinguir claramente entre la vida de los humanos y las otras formas de vida no humana como la vegetal y su relación con el agua. Este solo acontecimiento, que podría llamarse epistemológico o sensible, pudo quebrar nuestra conciencia para comprender lo que hasta hace poco había quedado fuera de ella, sus propios engaños y fantasías. Así pues, podemos entender que el imaginario social apocalíptico de un planeta tierra agonizante y al borde de la destrucción, gira sobre un centro lógico que en el fondo solo lamenta la extinción humana. Tal imaginario refleja que ese planeta llamado Tierra era entendido como una creación hecha expresamente por alguien, por Dios o por el azar cósmico, para el disfrute de los humanos. La teología y la biología confirmaban la fantasía: o bien somos la corona de la creación divina o sencillamente somos los animales más evolucionados sobre la tierra, en cualquier caso, nos correspondía dominar sobre lo existente, el derecho al uso y abuso de lo disponible, ignorando el adagio jurídico latino según el cual el abuso no es uso, sino corruptela.
Y es probable que, a pesar de querer escapar de esa lógica o de esa epistemología que tiene a lo humano como su centro, aún con las mejores intenciones, hemos llegado a pensar la vida vegetal solo como el escape de tal horizonte apocalíptico. Como una vía que permite la conservación de la vida humana como lo que merece ser preservado, cuidado y deseado. De ahí mismo habría surgido la necesidad de mirar hacia lo otro negado por la razón instrumental, encontrando en la vida vegetal la vía que nos alejaría del borde de la extinción. Podría ser que la mirada puesta en lo vegetal no sea sino una profunda proyección humana que pretende, a toda costa, la preservación de la propia vida. ¿Podríamos preguntarnos por la vida más allá de la vida humana, más allá de las limitadas cuestiones de ‘advertencia’ sobre la muerte, que exigen la preocupación por la ‘sobrevivencia’ y ‘salvación’? O incluso, siguiendo a Colebrook, deberíamos preguntarnos si, en nuestra búsqueda de esa salvación, ‘¿salvaremos también los mecanismos que han llevado a la especie humana y a su ambiente al borde de la destrucción? ’ (Colebrook, 2019, 79).
Quizás, en esa búsqueda por salvarnos de la extinción podríamos estar reproduciendo la biopolítica que ha determinado nuestras vidas, como también ha sugerido Colebrook, logrando con ello la instauración de un parámetro nuevo, vegetal, que funcione para justificar una partición con carácter de originario entre la vida que merece ser vivida (bios) y aquella que es sacrificable y desechable (zoé).1 Quizá, en la preocupación por la vida ejemplar de las plantas, hagamos surgir una regula vitae que no destruye la lógica del capitalismo dominante de acumulación y consumo, porque simplemente la estaría maquillando, trasladándola hacia una ley externa con la que fantaseamos poder alargar nuestra existencia. De esta manera se habría logrado la servidumbre voluntaria a esa regula vitae, fascinados aún con el sueño de la eterna juventud y la inagotable reproducción de la vida vegetal como la versión más sustentable de lo desechable y el consumo infinito. Esta es la cuestión en la que nos encontramos, donde estamos situados ante el vértigo que nos genera la posibilidad de nuestra extinción.
En mi memoria todavía conservo la feliz aritmética: momento de discusión que podía ser secreto o a partir de gritos emotivos, momento de búsqueda de un adulto responsable disponible para el momento. Organización de mochila. Apresurar con gritos a quien tardara más de lo esperado por cualquier razón. Salir de casa, emprender una larga caminata donde todos los gritos anteriores quedaban olvidados, y una vez cerca sentir el olor característico del lugar: ‘olor de agua limpia y fresca’, decíamos. Esa feliz aritmética, la suma de estas piezas, tenía como resultado la experiencia de la felicidad infantil, de un grupo de niñas que repetían el proceso para arribar cada cierto tiempo al río, y así, vivir una experiencia equivalente a recuperar su relación fundamental con la naturaleza. Era una especie de rituales ambientados entre una gran diversidad de plantas, pequeños crustáceos y peces, insectos acuáticos, piedras y agua que corría bajo un sol intenso y un cielo azul despejado. Fui creciendo y aquellos rituales continuaron, hasta que entre los compañeros de escuela pareció crecer la idea de que aquellas experiencias eran necesidad exclusiva de las mentes infantiles. La vida adolescente requería otras prácticas para ser reconocida, así que las visitas al río se fueron haciendo cada vez más distantes. Dejamos de visitar frecuentemente el río con su vital olor y se hizo esporádica la sensación del agua fría y piedras en nuestros pies.
Poco después, la vida de estudiante me atrapó en la Ciudad de México. Apenas salí de la adolescencia ya tenía una habitación y responsabilidades universitarias en un internado situado en una zona fría del lado poniente de la Ciudad. Volvía a casa cada cierto tiempo y solo un par de días. No tenía tiempo para visitar aquel río aromático, de tantas y tantas plantas que flotaban en el agua y otras tantas que aferraban sus raíces a las orillas. Pasado algún tiempo volví al río para notar cómo, poco a poco, entre visita y visita, su caudal, vegetación y fauna se iban haciendo cada vez más pequeñas, como si la marcha del crecimiento poblacional de aquella pequeña ciudad deviniera en su reducción y deterioro. El mundo donde fui niña no existe más, y aunque vuelvo frecuentemente a aquel lugar intentando captar así sea por momentos y espacios determinados, aquel olor de agua limpia, de plantas, de piedras y fauna acuática local, no consigo encontrarlo ni en el olfato ni en la vista.
Hoy por hoy, el desgaste del río Cuautla avanza de manera gradual hacia una catástrofe de dimensiones apocalípticas, avance lento que parece estar esperando y exigiendo con su presencia y complejidad que los habitantes de la región volteen a verlo no como a un objeto de servicio sino como fuente de la vida humana y no humana. El río espera que hagamos posible una nueva manera de relacionarnos con el ambiente en general. Pero esto exigiría en primera instancia que comprendiéramos, en todas sus dimensiones, que lo que ocurre con el río es un reflejo también de nuestra conciencia que está ya en condición marchita, en vías de secarse por la incapacidad de asimilar la magnitud del desastre del que somos parte y causa. No hemos sido capaces como humanidad de comprender que la situación de la naturaleza es también la de nuestra vida, y que estamos inminentemente ante el fin de una época. Nuestro fin de época está marcado por la fragmentación del mundo en disciplinas y saberes de una modernidad que exalta la razón instrumental como bandera. Nosotros, habitantes de la era de la razón, ya no contamos con divinidades capaces de responder a las demandas vitales. En cambio, aquellas que perviven, solo nos ofrecen como alternativas la confianza en el progreso lineal y como única posibilidad de vida la espera eterna en el capital, mientras tanto, observamos como a nuestro derredor y en nuestro actuar. Gobierna una dinámica hacia la extinción que precisa de una transformación para hacer posible un nuevo comienzo, transformación que no somos capaces de lograr desde el sistema de pensamiento que habitamos y nos habita.
Cuando Cuautla transitaba de población rural a tener las primeras características citadinas, comenzó a crecer la industria. Coca Cola instaló una planta de producción sobre un importante manto acuífero, a pocos metros del río, obviamente, sin hacer público que la planta se instalaría sobre importantes manantiales y que absorbería miles de litros de agua diariamente. A cambio, la empresa prometía ofrecer empleos y progreso a la incipiente ciudad. Poco a poco cobraba forma la metafísica encantadora de la modernidad capitalista. La planta industrial inició ocupando un pequeño predio en el paraje llamado Manantiales y en un breve lapso alcanzó a ocupar dos enormes lotes. El nombre del paraje no es ninguna metáfora, pues de ese lugar recuerdo que brotaba el agua a ras del suelo; y, junto con el río y otros canales de agua, rodeaban la ciudad abasteciendo al ochenta por ciento de la población total de Cuautla. Hoy, casi tres décadas después, desabasto y contaminación de agua es parte de las dificultades que enfrentan diversos barrios (Enciso, 2006). Pero las industrias continuaron su arribo y con ello se hizo más evidente que, aquella actitud adolescente por dejar atrás la naturaleza y los ríos para ocuparse de una vida menos ‘natural’, más tecnofílica y fascinada por la estética del asfalto era, en realidad, parte de una especie de espíritu de los tiempos, una metafísica de la que los adolescentes solo éramos depositarios y reflejo. Las industrias, se decía, hacían un bien a la pequeña ciudad por colocarla en la ruta del desarrollo, dejando atrás al campo con su atraso, con su pobreza, para ofrecer empleos a miles de personas en condiciones tecnológicamente superiores. En tanto metafísica ilusoria, el progreso nunca ocurrió, no hasta ahora, pero se mantiene la dinámica de explotación y extracción, extinguiendo a su paso todo lo que resulta útil para el consumo, no solo el agua, sino todo lo viviente.
De los deshielos del volcán Popocatépetl se alimentan los enormes pinos que lo rodean y escalan por sus faldas; a su vez, esas aguas alimentan pequeños arroyos locales, varios ríos intermitentes y subterráneos que hidratan la vida mientras corren por toda la región. Esta es una de las razones por las que durante siglos se ha mantenido el culto al volcán que todavía hoy los lugareños lo consideren una deidad. Pienso en esto mientras voy de camino a Cuautla desde la Ciudad de México, pienso también en que poco tiempo atrás no tenía en cuenta que mi recorrido es similar al que realizan los mantos acuíferos que desembocan en el río Cuautla, alimentados parcialmente por los deshielos del Popocatépetl que le dan tanto riqueza mineral como la baja temperatura característica de su cauce. Hay una relación silente que corre y se establece bajo mis pies, que se extiende hasta Cuautla y luego a todo el sur de Morelos hasta llegar al río Amacuzac. Los múltiples vínculos entre el volcán y el río permiten la abundancia de plantas que crecen en torno de su cauce de manera silvestre, pero también de plantas como el Nastortium officinale o Berro de agua, cultivado a orillas del río en pequeños diques artesanales. Otros ramales del río llevan agua para cientos de viveros locales que cultivan plantas florales y tropicales, otras tierras cultivan Galdiolus o Gladiola y algunas todavía cultivan cereales y Caña de azúcar (Saccharum officinarum).
Los viveros se localizan en mayor número en algunas zonas de la ciudad y cultivan plantas de todo tipo, desde orquídeas hasta palmeras, plantas florales, árboles frutales de clima tropical y plantas de clima templado e incluso frío. Regularmente ocupan predios grandes, pues como la agricultura, su producción depende del terreno disponible. Estos negocios dedicados al cultivo y distribución de plantas requieren de grandes cantidades de agua para el riego; esto ha ocasionado que las zonas habitacionales circundantes se enfrenten a la escasez del vital líquido. Aunque hay muchas colonias donde el agua falta totalmente uno o dos días a la semana, en el poblado de Casasano es algo habitual. Además de esto en los días en que debería mantenerse el suministro sólo se mantiene en horarios limitados o incluso puede ser repentinamente suspendido. De modo opuesto, la asociación de viveristas y las autoridades locales han asegurado el abasto constante para los cultivos de planta, toda vez que entre el 70 y 80% de los cultivos de este tipo depende de la red de agua potable.2 Esto hace que la mayor parte del cultivo de plantas sea diferente al de caña de azúcar o al que se hace en terrenos agrícolas, que aún obtienen irrigación de los canales por donde circulan las aguas de los manantiales y del río Cuautla.
La importancia económica de las plantas en la región hace que sean cuidadas y cultivadas, convertidas en mercancías e insertadas en el circuito comercial. Así, inscritas en la lógica de ganancia, sus cultivadores no tienen en cuenta el cuidado de los recursos hídricos ni la condición de la creciente escasez de agua para los habitantes de la región. De ahí que ninguna de las asociaciones de agricultores o viveristas se hayan preocupado por mantener la integridad del río o los manantiales que se encuentran descuidados al margen de la ciudad y dentro de ella con importante acumulación de basura y suciedad de diferentes tipos. Pero las condiciones de vida actuales han creado una metafísica de la independencia respecto de la naturaleza, produciendo una fe ciega en las relaciones que hagan posible la acumulación del capital. A pesar de todo y aunque el río circula por un lugar especifico que llegar a ser olvidado, en todos los espacios de Cuautla las plantas son el indice más evidente de su presencia en la región, hay una relación profunda y vibrante con el río que enlaza la vida de las familias de la región, la actividad industrial y la vida vegetal, una importante red de relaciones silentes que pasan por la cultura y la nutrición, aunque nuestra conciencia formada en el capitalismo no las haya comprendido todavía.
Leonardo Martínez y Graciela Tovar eran pareja, llegaron a Cuautla en la primavera del 2013. Venían del sureste, de Tabasco. Leonardo había sido contratado para trabajar en el megaproyecto de energía eléctrica denominado Proyecto Integral Morelos (PIM). Específicamente, trabajaría en la obra de construcción del Acueducto Morelos, el cual abastecería de agua tratada a la termoeléctrica de Huexca para el enfriamiento de sus turbinas. Fue por las charlas con Leonardo y su esposa que comencé a tener noticias de lo que hasta entonces solo sabía de oídas; por ellos entendí que la termoeléctrica implicaba un cambio radical en el modo de vida de la región. ‘No es difícil’, me decía Leonardo, ‘si sigues la carretera a Oaxaca y teniendo como fondo el panorámico Popocatépetl, la encuentras’. La termoeléctrica se erige en medio de un vasto valle de tierras de cultivo, generando un contraste que la mantiene desencajada respecto al entorno. El desajuste no sólo es visual; para las comunidades aledañas el complejo industrial representa diversas afectaciones, principalmente a la salud y a su medio de sustento, es decir, al campo. A finales de 2011, el gobierno de Felipe Calderón, a través de la paraestatal Compañía Federal de Electricidad. anunció el inicio de las obras del PIM. El principal objetivo de esta obra era satisfacer la demanda energética del centro del país, pero, sobre todo, abastecer a la zona industrial regional liderada por la transnacional Saint Gobain. Para ello, dispusieron la construcción de dos termoeléctricas de ciclo combinado, un gasoducto de 160 km y un acueducto de 12 km para el abastecimiento hídrico alimentado por aguas residuales que luego desembocan en el río Cuautla.3
En las 520 páginas del estudio denominado Manifestación de Impacto Ambiental que elaboró el Instituto Nacional de Investigaciones Nucleares como requisito legal para la construcción de la termoeléctrica, no se contempla la existencia y posible afectación de los derechos colectivos sobre las aguas del río Cuautla, lo que refleja la nula importancia que se le dio a los factores sociales y culturales que están involucrados. La puesta en marcha de la termoeléctrica representa la disminución del caudal del río que inmediatamente impactará en una zona de cultivo de 10.300 hectáreas, atentando directamente contra el derecho de autosuficiencia alimentaria y produciendo una drástica reconversión productiva de la región. La termoeléctrica extraería 245 litros por segundo del río Cuautla, de los cuales 60 se devolverían al cauce del río con una pérdida efectiva de 185 litros por segundo. Las aguas devueltas, ‘aguas muertas’ según las palabras de los campesinos, incluyen contaminantes térmicos, debido a que el agua es desechada a 40°C, produciendo serias afectaciones a organismos acuáticos, vegetales y animales.
Entre las zonas afectadas por la disminución del caudal del río, se encuentra Anenecuilco, comunidad perteneciente al municipio Villa de Ayala, vecina a Cuautla y pueblo natal del caudillo Emiliano Zapata. Cuando fui niña, en numerosas ocasiones estuve ahí. Una vasta extensión de sembradíos de caña, jitomate y arroz componían el paisaje. Hoy, el campo no es lo mismo, sin embargo, los vastos sembradíos de caña y arroz siguen dominando en aquel valle. Esta escena se prolonga hacia varios municipios situados al sur del estado de Morelos. El campo, la vida agrícola, ha sido la fuente de subsistencia de un importante porcentaje de la población desde que, en el periodo de la Revolución, la tierra y el agua fueron trasladadas de manos de los hacendados a miles de campesinos para su usufructo. Hoy, todavía, muchas mujeres y muchos hombres lo recuerdan gracias a la tradición oral vigente en las familias. Pero no solo está en la memoria. Desde el campamento donde los ejidatarios de Ayala vigilan la periferia, puede verse una lona pendiente que da testimonio de la vigencia de ideales agrarios del zapatismo: ‘Nuevamente luchamos, por tierra, montes y agua’.
No pasó mucho tiempo para que Leonardo y Graciela se adaptaran a la forma de vida de la pequeña Cuautla. Él llegaba en las tardes de trabajar en ‘la termo’, como le llamaba, y después de comer salía con su esposa a caminar por un breve tiempo aprovechando que el calor habitual disminuía y el viento corría un poco más fresco. Decía que el viento de la tarde lo ayudaba a relajarse luego de las siempre intensas jornadas de trabajo que la mayoría de veces tenía lugar bajo un sol abrasador. Fue en una de esas caminatas donde pude platicar con ellos y nos hicimos amigos. Después de dos años de labores, a Leonardo comenzó a preocuparle que en poco tiempo se terminarían las obras del acueducto y con ello su trabajo. Pasaban los días y no había encontrado alternativas en Cuautla. Así, con ‘la termo’ terminada, Leonardo y Graciela partieron de la ciudad. Comenzaba una nueva etapa: ahora la termo, produciría energía y al parecer solo restaba esperar, como siempre, a que los efectos se hicieran sentir en el ambiente. De alguna manera, la termoeléctrica se erige también como un símbolo de nuestros paradigmas civilizatorios excluyentes, basados en la energía y el consumo aniquilador del mundo para obtenerla. Hemos sido educados y fascinados con la tecnología que se alimenta de electricidad sin tomar conciencia de las consecuencias que eso atrae para nuestras vidas. Sin saberlo hemos cultivado una actitud extractivo-destructiva hacia el mundo, la misma que nos ha colocado en la ruta de la autoaniquilación.
Camino río abajo hasta topar con los enormes amates que parecen custodiar milenariamente al manantial La mora. Para tomar algunas fotografías para la reescritura del Herbario de Chernobil, elegí este lugar porque me resulta fascinante la alfombra verde compuesta de enredaderas, higuerillas, un gran número de plantas que se yuxtaponen para cubrir una gran extensión de terreno. La unión de las aguas del manantial con el río provee nutrientes suficientes para el crecimiento exponencial de todo tipo de vegetación, entre la que puede observarse el berro de agua, hortaliza acuática que fue cultivada en Cuautla por primera vez en este manantial hace apenas 75 años, para luego ser llevada a otras secciones del río donde fueron construidos diques artesanales. Desde entonces el cultivo se mantiene, en varios puntos de la ribera del río y otros manantiales circundantes, pues el agua abundante es su mejor hábitat.
Algo que llama la atención es que después de la introducción de los berros, la fauna acuática del río encontró en ellos una fuente de alimentación importante. Los acociles (Cambarellus montezumae), un tipo de crustáceo endémico, pequeño por lo regular y de color gris, hicieron de lo acumulado en las raíces del berro una fuente de alimentación que permitió el aumento en la población de esa especie de crustáceo. El acocil, hace décadas, cuando su población aún era visible en las aguas del río, lograba la regulación del cultivo evitando que el berro se convirtiera en la plaga que podría llegar a cubrir decenas de metros en solo semanas. En aquel tiempo había una gran cantidad de aves, águilas, garzas, algunas lechuzas, y aves pequeñas de diversos tipos y colores que hacían de la vegetación a orillas del su hábitat, alimentándose en buena medida de los acociles que entonces eran suficiente alimento para promover un ecosistema.
He visto desde hace años, como ahora, que los cultivadores de berros se encuentran trabajando en la zona, algunos cosechan la planta madura, extraen el berro del río y hacen paquetes de inmediato para distribuirlos comercialmente, otros se encargan de cuidar el crecimiento de plantas jóvenes y para ello vierten variados componentes químicos entre los diques, rocían otros tantos sobre el follaje de la planta. El propósito, explican ellos mismos, es acabar con las plagas que atentan contra su crecimiento. Comentan que, desde los primeros brotes, algunos organismos como insectos y crustáceos amenazan su existencia y su tamaño ideal, entre ellos el acocil. Ellos sostienen que la base de la dieta del acocil consiste en ‘detritus vegetal’, es decir, los desechos producidos por la descomposición de vegetales que suelen alojarse en las raíces de los berros al grado de que estos se convierten en parte de su dieta.
El trabajo arduo por eliminar al acocil lo ha llevado a la extinción de facto, además de que con los químicos vertidos en el río también fueron destruidas varias especies acuáticas reduciendo la población de aves en la región de manera drástica. Sin acociles, ha quedado sin regulación natural al crecimiento del berro en el río, manantiales y canales donde es cultivado, lo que genera su crecimiento indiscriminado en muchas zonas descuidadas por los cultivadores, convirtiéndose en una especie de maleza acumulada en grandes cantidades que se abultan como diques que reducen el caudal del río, afectando el riego de cientos de hectáreas de la zona baja de Cuautla. Por esta misma razón, la Asociación de Usuarios del Río Cuautla, Manantiales y Corrientes, Tributarias General Eufemio Zapata Salazar A.C. (ASURCO) se ha propuesto desde hace varios años, destruir plantíos de berro bajo el argumento de combatir la escasez de agua. Todo esto que va de la cuasi extinción del acocil y otras especies acuáticas, así como aves de todo tipo, llega hasta el conflicto entre campesinos por el agua, que una vez más se muestra como evidencia de que el hombre satisface sus necesidades y deseos, alimentarios o energéticos, destruyendo aquello que asume como su medio ambiente. Una conducta destructiva-extractiva que es, al fin y al cabo, síntoma de ‘la reducción (masculina) del mundo’ al sentido de propiedad, el mundo reducido a un ‘para nosotros’ (Colebrook, 2019, 76).
Ante las circunstancias que se mantienen en Cuautla, las problemáticas referentes a la escasez y la calidad del agua tienden a ir en aumento. No hay signos que indiquen el cambio de comportamiento de ninguna de las partes involucradas en el consumo y explotación del río y manantiales; además de esto, parece seguir vigente la metafísica del progreso que entiende los recursos naturales como inagotables o simplemente sustituibles en determinado momento. El primado de la lógica de producción y ganancia ha sido incompatible con la vida del río sin que parezca que sea un tema de preocupación para autoridades locales ni para la gran mayoría de habitantes de la región. La sobreexplotación del río anuncia el inevitable desastre a causa de su agotamiento.
La idea moderna de un mundo puesto al servicio de lo humano para satisfacción de sus necesidades y placeres, arrasa a gran velocidad con la naturaleza y la vida humana, toda vez que son comprendidas como activos susceptibles de ser convertidos en mercancía y mano de obra. Se trata de una manera de comprender el mundo que no solo está presente en Cuautla sino de un problema global como resultado de un modelo de pensamiento ampliamente difundido en los contenidos educativos y mediáticos que ha quedado encarnado en una forma de vida específica. El problema local de Cuautla es un problema que presentan las periferias en el contexto global, a las que se conminó a entender su propio espacio como susceptible o predeterminado a la destrucción, ignorando todo vínculo y compromiso con el entorno, toda cultura del cuidado, toda relación íntima con el medio, promoviendo en cambio una subjetividad individualista y con parámetros de bienestar o de buena vida que solamente son monetarios.
Una lógica tal no se hace responsable del mundo que habita, fantasea con migrar a otro mundo en cuanto este devenga en colapso. Esta lógica es la que puede notarse ya sin fuerza para expandirse y en camino de la implosión debido a su incapacidad de responder a las problemáticas que surgen de su propia manera de operar,como así también por la incapacidad de ofrecer alternativas a las problemáticas que genera por su propio funcionamiento y, en suma, por no saber funcionar de otra manera que no sea por medio de la franca extinción y consumo de lo viviente. Se trata de una lógica que solo sabe relacionarse con el mundo vegetal, que poduce nostalgia por su existencia idealizada mientras avanza destruyéndolo o convirtiéndolo en mercancía de ornato. Con la implosión del sistema de pensamiento, de esa lógica de la existencia que funciona o funcionaba como alma del sistema económico y epistemológico, hemos encontrado diferentes respuestas, incluso algunas de manera ingenua vertidas radicalmente hacia una exaltación de la naturaleza como espectáculo como si esta ocupara el lugar de los dioses que la modernidad había expulsado desde tiempo atrás. Otras alternativas más tibias nos han propuesto un capitalismo verde, azoteas vegetales y el uso de materiales reciclados como alternativa, pero dejando intacto el avance del gran capital y sus maquinarias empresariales. Otras alternativas nos proponen reflexionar ad infinitum sin que exista una mínima posibilidad para la acción colectiva o individual.
Sin embargo, entramos a una recta final impuesta por el deterioro de la naturaleza; y aunque asistimos al resurgimiento de lo religioso, carecemos de posibilidades de crear rituales que permitan un nuevo comienzo con el universo y lo existente. Si en la antigüedad el mundo, cada cierto ciclo, precisaba de la redención de los dioses para volver a comenzar como única alternativa a las problemáticas acumuladas, nuestra época con una lógica temporal lineal y dirigida al progreso, carece de elementos cíclicos que hagan posible un nuevo comienzo donde, en definitiva, lo que se pondría en juego es la posibilidad de hacer justicia a lo destruido. Sabemos que es necesario volver a comenzar, pero el capitalismo nos ha formado como sujetos pasivos –consumidores – nos ha mantenido en vilo esperando su salvación y nos ha dejado a merced de la culpa por haber acabado con la naturaleza, culpa que el mismo capitalismo ofrece redimir con más consumo y progreso. Estamos pues atrapados entre una lógica que implosiona, entre la culpa por el daño ecológico, el riesgo de la extinción y la imposibilidad de comenzar de nuevo. Ante este panorama, es comprensible el papel que desempeña lo apocalíptico, pues lo humano ya no puede seguir negando la catástrofe que ha desencadenado y busca, a toda costa, construir su salvación.
Desde hace mucho el apocalipsis ha sido americanizado, comercializado en todo el mundo en producciones cinematográficas como sinónimo de destrucción de lo conocido. Esta destrucción casi siempre aparece bajo la narrativa épica de la guerra, como el resultado de una lucha del bien contra el mal representada por dos bandos. El primero normalmente busca contener el avance de la destrucción o detenerla, mientras que el otro, porque tiene alguna ganancia, quiere continuar la destrucción (Terminator, 1984; la serie Mad Max, 1979; 12 monos, 1995). Otras representaciones apocalípticas promovidas también por el llamado cine de masas hollywoodense han sido aquellas que presentan un desastre natural como el único capaz de detener y, paradójicamente, destruir esta lógica de la aniquilación en que se ha convertido el capitalismo, presentando a la naturaleza en su versión destructiva como la única posibilidad de un nuevo comienzo (El día después de mañana, 2004; Geo-tormenta, 2017; Terremoto, 1974; No mires hacia arriba, 2021). Dentro de estas representaciones no debemos olvidar aquellas que también señalan la debacle de la humanidad mediante enfermedades incurables de rápida expansión, algo que sin lugar a dudas llegó a la realidad con la pandemia ocasionada por el COVID-19 (Contagio, 2011; La amenaza de Andrómeda, 1971; The Crazies, 2010; Hijos de los hombres, 2006). Debe decirse también que la mayoría de estos filmes y sus visiones apocalípticas y pos-apocalípticas (del desastre y después del desastre), quizá con excepción de El día después de mañana, exaltan la necesidad del ingreso a una condición bélica donde el Estado pueda regir con mano dura para conservar el orden, mientras otros filmes presentan la condición de guerra civil o de la guerra de todos contra todos a causa de la caída del Estado en su función de garante de seguridad, como sucede en los imaginarios Zombies (Soy leyenda, 2007).
A juzgar por estas representaciones de la destrucción y post-destrucción promovidas por los filmes de mayor circulación mundial, se nos ofrece como fin irremediable la destrucción entre unos y otros, de todos contra todos, o la exaltación del Estado dictatorial como garante de la sobrevivencia; todo bajo discursos que abogan por seguridad y salud. Ahora bien, aunque es verdad que la imagen de la destrucción es la más promovida y conocida del apocalipsis, esta limita las posibilidades de la apocalíptica al mostrarla únicamente como espectáculo destructivo de grandes dimensiones. Sin embargo, la apocalíptica, es necesario recordar, no es sólo esto. En los textos bíblicos la encontramos como un género que busca dar a conocer el anuncio de lo que vendrá y conmina a tomar acciones acordes al porvenir deseado o soñado.
y viendo el humo de su incendio, dieron voces, diciendo: ¿Qué ciudad era semejante a esta gran ciudad? 19 Y echaron polvo sobre sus cabezas, y dieron voces, llorando y lamentando, diciendo: ¡Ay, ay de la gran ciudad, en la cual todos los que tenían naves en el mar se habían enriquecido de sus riquezas; pues en una hora ha sido desolada! 20 Alégrate sobre ella, cielo, y vosotros, santos, apóstoles y profetas; porque Dios os ha hecho justicia en ella (Apocalipsis 18, 18-20)
Se trata, sin duda, de un género que se distingue por la búsqueda de justicia, es decir, lo que se hace con respecto a la crisis, más que por el placer de anunciar catástrofes de dimensiones colosales que no hacen sino cambiar una crisis por otra de dimensiones mayores.
Como nunca se trata de una crisis que apocalípticamente abogue por la justicia, concluimos que es más plausible para la ideología del capital imaginar el fin del mundo que el fin del propio capitalismo.4 Hay que destacar que, por esta misma ideología, los imaginarios del apocalipsis catastrofista no tienen en cuenta que, aunque anuncian el fin del mundo, dejan intacto el problema de la crisis permanente, distendida hacia un telos en tiempo lineal, donde todo lo existente debe ser puesto al servicio de lo humano. He aquí uno de los problemas centrales que no resuelven los apocalipsis hollywoodenses y que, en cambio, la apocalíptica bíblica en tanto literatura surgida de la crisis puede ayudarnos a pensar de manera alternativa.
Más allá de la ddiscusión teológica que implica la idea de un apocalipsis catastrófico, la imagen presentada por Hollywood debe ser dejada de lado para dar lugar a una comprensión más amplia de lo que significaría una destrucción capaz de transformar la realidad. Sabemos, además, por la experiencia acumulada de la humanidad, que un desastre no significa necesariamente el fin del planeta, sino la destrucción localizada de un ambiente, pueblo o comunidad. Habrá que poner especial atención en que esa destrucción no significa que las acciones que la produjeron sean destruidas. Pero lo verdaderamente importante en la tradición apocalíptica como la que encontramos en el Nuevo Testamento y en otros textos antiguos no bíblicos, es el anuncio de que ha llegado a su final una cierta manera de pensar y comprender el mundo que habría dominado por un largo periodo de tiempo. A partir de un punto decisivo, apocalíptico, aquella manera de pensar o de vivir ha dejado de tener sentido, sin que eso sea negativo. Un apocalipsis puede rescatar aquello que había sido mantenido demeritado, conminado a lo sin importancia, para colocarlo en una nueva cadena de relaciones, en una nueva realidad organizada por apremiantes diferentes. Lo característico de la apocalíptica es que introduce la posibilidad de la ruptura con lo existente e incorpora una nueva realidad construida a partir de elementos que existían con anterioridad, pero que se encontraban reducidos a su expresión mínima. Se trata de la posibilidad del inicio de algo que surge de entre los restos de aquello que ya no tiene más sentido, de entre los restos de lo viejo que ha dejado de tener importancia. Un fin del mundo ocurrió cuando el desarrollo técnico fue utilizado para la destrucción y sobreexplotación del ambiente, y un fin del mundo sobreviene cuando la lógica de explotación de lo natural comienza a perder su capacidad de convencer y abre paso a la emergencia de una nueva relación con el mundo en general y con los otrora desechos de la humanidad, lo ríos y las plantas.
Claire Colebrook establece que ‘No tiene sentido alguno esforzarse para transformar nuestra relación con el medio ambiente sin transformar nuestro propio modo de ser’ (Colebrook, 2019, 74-75). Un nuevo modo de ser tendría entonces relación con lo ya existente que había sido despreciado, pero inscrito en un nuevo orden de las cosas donde adquiere un nuevo sentido. Es posible comprender la lógica redentora de lo demeritado o despreciado si se miran desde el cristal apocalíptico. Una propuesta que gira en torno a esta lógica redentora, la encontramos en Michel Marder, cuya argumentación parece estar construida desde una herramienta interpretativa que Anne Primavesi, teóloga ecofeminista, ha identificado como apocalíptica en su libro Del Apocalipsis al Génesis:
Los teólogos y los ecologistas comparten ya una herramienta interpretativa: el uso de imágenes apocalípticas … para comunicar sus ideas sobre el estado presente y el futuro del mundo. Un apocalipsis, ya sea ecológico o bíblico, describe desastres y juicios presentes ahora en relación con acciones pasadas, soluciones futuras o más desastres aún venideros (Primavesi, 1995, 109)
Esta herramienta interpretativa se caracteriza por mantener una constante ‘orientación hacia el futuro’ sin dejar de destacar la importancia de actuar en el ‘ya ahora’ y procurar ‘respuestas radicales a un estado actual de crisis’ desde ‘una comunidad amenazada’; es también destacable que la lucha y los llamados que emergen desde esta orientación apocalíptica se dirigen a buscar una especie de ‘arrepentimiento’ por la acciones pasadas y así concretar en su audiencia un ‘cambio de estilo de vida’ ante el desastre presente (Primavesi, 1995, 109-110). Esto se hace patente en el modo en que Marder interpreta alegóricamente aquella cápsula de concreto que cubre al reactor nuclear número cuatro, como si esta cápsula fuera una tumba simbólica para algo más que el reactor mismo:
La humanidad ha estado cavando su propia tumba durante bastante tiempo, que es, sin embargo, un segundo en comparación con el terrible monumento nuclear que se erigirá sobre ella. Chernobyl nos dio un vistazo de sus contornos concretos (discernibles y hechos de hormigón). El encapsulado es sepultura: junto con los desechos radiactivos, somos nosotros los que estamos en el interior del sarcófago, aunque parezca que estamos afuera. La Tierra se está convirtiendo en una tumba colectiva, para los humanos y un número incalculable de especies no humanas (Marder & Tondeur, 2016, 50)
Sintéticamente, la perspectiva apocalíptica enfatiza la ‘revelación del desastre y afirmación de la esperanza’ en lo nuevo; la comprensión de las dimensiones del desastre funciona también como posibilidad y lugar simbólico de redención, de ahí que su revelación sea tan importante (Primavesi, 1995, 110-111). Para esta revelación, es decir interpretación, Marder toma como lugar hermenéutico (y en algún momento físico) ‘el umbral del terror’ que en este caso es Chernóbil y, desde ahí, como señala Primavesi,
mira en varias direcciones en un esfuerzo por explicar el juicio que acecha. Una mirada hacia atrás, a menudo en forma de resumen histórico, distingue pautas y trayectorias de la conducta humana que explican por qué las cosas han llegado a esta situación. El examen cuidadoso del presente se centra en los signos de un inminente colapso, en la posible reducción a un estado de caos que nos hará recordar la indeterminación primordial (Primavesi, 1995, 113)
Volver a la indeterminación primordial, es decir, a producir un quiebre en el modo de la conducta extractiva que dio lugar a la energía nuclear, puede comprenderse como una vuelta a lo fundamental que sólo parece posible por el acontecimiento de una tragedia, como la explosión que el desastre de Chernóbil produjo para la conciencia occidental. Para Marder, esta vuelta a lo primordial es una vuelta a la apreciación de la vida de las plantas como paradigma olvidado hasta ahora; sin embargo, aunque son las plantas la posibilidad, lo trágico de nuestra conciencia es que no puede comprenderlas.
Las plantas habrán podido señalar un nuevo camino. Pero, ¿y si, a raíz de Chernobyl, que preside el Sarcófago [de la humanidad], nos hemos negado también a nosotros mismos esta salvación simple, material y vegetal? Después de todo, en lugar de enterrarnos bajo un macizo de flores, nos hemos encriptado, en cuerpo y alma, en el hormigón (Marder & Tondeur, 2016, 50)
La clave está en una nueva comprensión abierta por la revelación redentora del desastre nuclear, y es que la tragedia es también la esperanza para el futuro presente, porque incluso de modo negativo ‘Chernobyl es un signo indeleble en esta revelación’ (Marder & Tondeur, 2016, 48), que permite la redención por la vía de lo que ahí queda revelado y cuyo signo es la explosión de la conciencia. Dicho de otra manera, en la propuesta apocalíptica de Marder, la redención llega por la vía de la revelación de la verdad que había permanecido oculta, pues la exposición del desastre ha permitido comprender el comportamiento humano que lo ha provocado y, de este modo, el desastre aparece como la posibilidad de quiebre de la conciencia ciega. Pues en Chernóbil ‘el mundo de nuestras concepciones y valores ha explotado’ y esto redime a la conciencia haciendo posible la revelación de lo nuevo, permitiendo la liberación de una subjetivación esclavizada, anclada al ‘trauma de Chernobyl’ que aún ‘no se ha resuelto en ausencia de una conciencia apropiada para la tarea de representarlo’ (Marder & Tondeur, 2016, Prefacio).
El modelo apocalíptico usado para interpretar lo ocurrido en Chernóbil parece haber rendido frutos importantes en cuanto a permitir la simbolización de lo ocurrido y hacer posible comprender las múltiples relaciones en las que se inscribe, y por tanto, abre posibilidades para que en los límites de la conciencia occidental logremos pensar lo vegetal. Este modelo interpretativo también puede ser empleado para pensar lo ocurrido en el río Cuautla, al que los habitantes encantados por el sueño del progreso asumen como fuente inagotable de agua, una fuente eterna que no necesita cuidado.
La industria trasnacional que demandó el incremento de energía en Morelos también ha procedido con total indiferencia respecto al río como fuente hídrica y como hábitat de un gran número de especies. Su proceder instrumental ha ignorado los riesgos que enfrentan las plantas, la tierra y los animales del río; lejos está la posibilidad de que la razón instrumental que alimenta la conducta extractiva construya una relación de reciprocidad con lo que llamamos naturaleza. De este modo, en una perspectiva global y al mismo tiempo local, comprendemos que Chernóbil y el río Cuautla están mediados o cruzados por una epistemología de la explotación que trae resultados similares y que ha invadido casi todas las regiones del mundo. Aquí, la apocalíptica no solo funciona como revelación, sino como un modo de anuncio de que en el desastre está también la posibilidad de un nuevo comienzo que ya no se dirija hacia la ilusión del progreso y que no quede atrapado en la nostalgia por el pasado, pues una forma de vida diferente no podrá suceder en el sistema de pensamiento que produjo el desastre (como sucede en las representaciones apocalípticas hollywoodenses). Antes bien, la reconciliación con la naturaleza puede ocurrir cuando damos lugar a otro modo de vida que posibilite un nuevo aprendizaje. Por todo esto, la propuesta de Marder es en realidad el anuncio de que en la tragedia o la crisis hay posibilidades de algo nuevo, la posibilidad de un nuevo modo de habitar el planeta desde una plena conciencia de la finitud.5
Esto va en contra de una de las fantasías que dan vida al capitalismo, aquella de la eterna juventud y de la eterna restauración de la vida, esa vida que puede prolongarse infinitamente o bien que es susceptible de mejorar tecnológicamente en caso de desastre. Esto, desde luego, llega a casos más allá de la fantasía, pues la realidad ha mostrado que el capitalismo ha hecho del delirio su alma misma. Pero es aquí donde los seres que habían sido considerados inferiores, piezas de ornato y decorativas, tienen algo que enseñarnos, precisamente porque hasta no hace mucho habían quedado fuera de todo postulado filosófico y político. En tanto seres considerados inferiores, las plantas adquieren un nuevo sentido a medida que el mundo del capital en el que estamos viviendo poco a poco deja de tener sentido, las plantas son esos otros ante los cuales nuestro mundo capitalista tiende a la implosión, los otros que son finitud. Las plantas desactivan los delirios sobre la economía del crecimiento y de la producción infinita de energía, exponiéndola así como una metafísica delirante al mostrarnos que no hay crecimiento sin decadencia y que no existe tal cosa como el crecimiento infinito. Las plantas, a diferencia de los delirios económicos y energéticos del capitalismo, no suprimen ni reprimen la decadencia; por el contrario, las plantas nos enseñan que es en un espacio acuático o terrestre donde es posible crecer, pero también aprender a decaer de una manera situada.
El índice vital que son las plantas emerge como un nuevo paradigma desde el cual recomenzar nuestra relación con la naturaleza, y lo es precisamente porque ellas han sido lo permanentemente presente y al mismo tiempo lo más olvidado. Volver a mirar su condición de resistencia, su capacidad de adaptación y su modo de vivir, pueden mostrarnos todo lo que ha descartado la conciencia occidental moderna en cuestiones tan simples como el arraigo a la tierra o como la importancia de la luz solar para la fotosíntesis. Estos aspectos habían quedado plasmados en los libros de biología, pero se encontraban distantes epistemológicamente de nuestra vida, carentes de importancia si se comparan con la centralidad de lo humano inscrito, en tanto mamífero, en la simpatía por lo animal.6 El índice que en medio del desastre encontramos, tanto en el río Cuautla como en la zona de Chernóbil, son las plantas que se mantienen aunque no para restaurar lo que antes existía sino como el anuncio de que en medio de la contaminación nuclear, en medio de los desechos domésticos vertidos en el cauce del río, las plantas siguen en pie. Nos recuerdan que, aún si ocurriera nuestra extinción, ellas continuarán viviendo. Que los humanos no son lo único que tiene vida, que las plantas son índice de un conglomerado de seres vivos situados e integrados a la tierra y que el agua no pertenece a la variedad humana; mientras que los humanos nos hemos convertido en extraterrestres a causa de nuestros delirios y obsesión por el control de la vida y la energía, creyendo que nos desligamos de la tierra y de las consecuencias de nuestras acciones sobre ella.
Lo que resulta del choque de nuestra conciencia con la forma de vida de las plantas, aún si no es posible hablar de un pensamiento vegetal, es la posibilidad de distinguir entre una vida apegada a la tierra y otra que ha olvidado su dependencia del suelo, una que existe en la fragilidad y otra que niega su contingencia y habita en el fantástico telos de lo inagotable. El solo choque de estas lógicas de la existencia podrían ayudarnos a vislumbrar la crisis de nuestro modo de vida humano y las posibilidades abiertas por la vida vegetal que, sólo por funcionar como índice de lo otro, permiten que en el centro de la conciencia moderna antropocéntrica puedan brotar pequeños retoños que merecen ser cuidados.
No es extraño que, al pensar en esa relación olvidada con las plantas, aparezcan explicaciones que acusan una fractura originaria o la pérdida de un equilibrio ancestral que debe ser restaurado. Explicaciones mítico-religiosas cuya lógica señala que si la relación originaria entre las plantas y la humanidad se ha roto es porque ha sido transgredida alguna ley o pacto primigenio; que no es posible reparar esa ruptura ni restablecer el pacto simplemente por voluntad propia. Y, como señala Primavessi, la condición de caída o ruptura se manifiesta en ceguera e imposibilidad de pensamiento, es decir, en un tipo de imposibilidad de comprender no solo la propia problemática sino lo que podría resultar de seguir en la misma situación; de ahí que no existan siquiera posibles salidas imaginadas y mucho menos capacidad de identificar las consecuencias de lo que ocurre. En tal escenario, solo un acontecimiento disruptivo puede ofrecer alternativas para salvar a la conciencia del pozo en el que se encuentra. En diferentes tradiciones culturales, al acontecimiento con tal capacidad se le ha denominado ‘redentor’, porque redime ofreciendo una nueva visión y comprensión de la vida, un punto de quiebre que produce las condiciones para comprender el conflicto que se habita y actuar en consecuencia. En los relatos bíblicos, el acontecimiento redentor tiene la característica de ser una acción divina, en cambio, en la versión secularizada no se trata de una intervención desde fuera y por lo tanto no está mistificada ni asociada a lo divino. En el pensamiento secular, el acontecimiento revelador adquiere forma de catástrofe terrenal, de cuya adecuada revelación depende su acción redentora.7 Pero si en algo coinciden el pensamiento secular y el religioso es en que buscan descifrar los signos de los tiempos, puesto que el peligro siempre inminente es que el acontecimiento redentor pueda no tener lugar o no hacerse efectivo. Esto último podría ocurrir cuando no se entiende o no se descifra el mensaje terrenal revelado en el acontecimiento Al respecto, la filosofía tiene un papel importante por estar al cuidado de lo que acontece:
Los acontecimientos están amenazados por grandes monstruos que se alimentan de su tierna carne, gracias a amplias y omniabarcantes teorías que pueden atraparlos, organizarlos y ahuyentarlos al ritmo de un tono metafísico u otro, de izquierda o derecha, teísta o ateísta, idealista o materialista, realista o antirrealista. Los acontecimientos, por otro lado, viajan cerca de la superficie de lo que ocurre, volando bajo, cerca del plano de la inmanencia, muy por debajo del alcance del radar de las grandes teorías como la historia del espíritu absoluto o el destino del ser (Seinsgeschick) (Caputo, 2010, 77)
Incluso podría decirse que estaríamos ante una forma de filosofía donde se juega la vida misma, es decir, una forma de vida filosófica que no se limita a la recirculación ad infinitum de teorías ni a la repetición de doctrinas ajenas al modo de vivir de quien practica tal filosofía; esta filosofía piensa y se deja afectar por su saber, es decir, que vive su propia transformación. De ahí la importancia de The Chernobyl Herbarium: Fragments of an Exploded Consciousness, porque busca descifrar y revelar lo ocurrido, proponiendo que este evento no sólo se localizó en el año de 1986 y en la antigua URRSS, pues para Marder se trata de la explosión de un tipo de conciencia que hacía y hace posible un modo de relación capitalista con el mundo, caracterizado por la extracción sin límites de la que -como humanidad- participamos activamente. El libro entero es la búsqueda de verbalizar la complejidad de lo ocurrido en Chernóbil, un esfuerzo autobiográfico y filosófico por exponer no sólo lo que este desastre nuclear significa en términos comprensivos, sino también lo que eso implica en la vida de la humanidad y para una conciencia occidental incapaz de comprender lo que produce con su actuar. Sin embargo, este acontecimiento referente a la energía nuclear no ha sido únicamente desastre, pues como una muerte que fructifica, ha posibilitado una irrupción que impide a la conciencia humana continuar como antes: es la explosión de esta conciencia y de sus ruinas.
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