I. 1996. Está la carretera. Y, del otro lado – esforzándose por mantenerse en mi ensoñación infantil como la imagen inabarcable de un monte agreste – , reposan las cícadas. Sólo que no son las cícadas, sino las dormilonas, las que se me aparecen a la orilla de ese caminito que se abre entre la casa de mis abuelos y la playa. Bajitas, escondidas entre los pastizales que conducen al mar, las dormilonas responden al golpe suave de mis dedos. Están tan cerca que puedo hablarles con mis manos. Las cícadas, en cambio, viven del otro lado de la carretera, del lado del monte y de las vacas. Rodeadas de pasos e instrumentos que cuantifican su longevidad y evalúan la posibilidad de su supervivencia tras un hipotético trasplante forzado, las cícadas, quizás sin percatarse, continúan su regulación endotérmica para exudar las fragancias que convocan a sus polinizadores. Yo juego con las dormilonas sin percatarme de que, a pocos kilómetros hacia el sur, una minera canadiense da inicio a los trabajos de prospección para instalar una mina de extracción de oro a cielo abierto. Sin percatarme de los pasos, los instrumentos, las cícadas, el tajo, la tepetatera, el patio de lixiviación. Sin percatarme de que esa alberca en donde juego con mis primos, a orillas de la Laguna “El Farallón”, forma parte del Campamento Habitacional en Laguna Verde, donde se aloja el personal que labora en la planta nucleoeléctrica. Hay un acontecimiento en marcha, pero no lo alcanzo (Marder & Tondeur, 2016). Hay un triángulo geográfico que en ese momento se dibuja inadvertido: las dormilonas y yo en Boca de Ovejas, los instrumentos y las cícadas en el Cerro La Paila, el fulgor de la radioactividad en Laguna Verde. Hay innumerables procesos físicos que no percibo. Las dormilonas se repliegan cuando mis manos, el viento, el ruido, las tocan. La agilidad de su movimiento es una respuesta acéfala al entorno en el que se entraman. El técnico escribe en su informe que la comunidad de cícadas no será dañada cuando se inicien las labores de explotación de la mina.
II. Chernoverde. En la fotografía hay una mujer sosteniendo un cartel bajo una de las columnas del Palacio Municipal de Xalapa. A pocos metros, un hombre camina bajo el chipichipi xalapeño. La mujer se cubre con un rebozo y mira de frente a la cámara. ‘Viva la vida, viva el amor, no queremos vivir con temor. ¡No! a Laguna Verde.’ La mujer forma parte del incipiente movimiento antinuclear en México, conformado por ecologistas, ambientalistas, habitantes de Actopan, Alto Lucero y Xalapa. Aunque Díaz Ordaz firmó la autorización en 1968, y la construcción de la planta nucleoeléctrica Laguna Verde comenzó en Alto Lucero, Veracruz hasta 1976 (tras un reordenamiento territorial que implicó la compra de tierras – por medio de amenazas de expropiación (Balzaretti Camacho, 2014) – por parte de la Comisión Federal de Electricidad), fue hasta mediados de la década de los ochenta cuando el movimiento antinuclear se organizó para oponerse de manera definitiva a la energía nuclear en México. Entre 1986 y 1988, se organizaron bloqueos de las carreteras costeras de Veracruz, clausuras simbólicas de la planta, una peregrinación a la Basílica de Guadalupe, festivales, plantones, recolección de firmas, apagones concertados, repiqueteos de campanas, intervenciones escritas en los recibos de luz, listones rojos sobre las puertas de las casas. Las protestas pretendían impedir que se cargara el reactor en Laguna Verde. Impedir que el monstruo de la laguna despertara: ‘De Chernobyl a Laguna Verde hay Tres Millas’; ‘No queremos otro San Juanico Verde’; ‘No queremos otro Chernoverde’; ‘Más vale activos hoy que radioactivos mañana’; ‘Vida sí, muerte no’ (Paya, 2018). En 1986, envueltas en el entramado radioactivo del accidente de Chernobyl, implicadas en más de un sentido en su estela de muerte, el Grupo Antinuclear Madres Veracruzanas se sumó al movimiento antinuclear en México. Cuatro mujeres xalapeñas convocaron a otras treinta para reunirse a manifestar su oposición a Laguna Verde cada sábado, a las doce del día, en la Plaza Lerdo, durante treinta años. Frente a las amenazas del gobierno federal de aplicar sanciones corporales y económicas a quienes incurrieran en acciones como el bloqueo de carreteras, una agrupación de profesoras, investigadoras, comerciantes y amas de casa decidió plantarse en el mismo lugar semana tras semana aduciendo que eran ellas, mujeres y madres, la facción de población que todavía podría cuestionar las razones de progreso, ciencia y tecnología en el momento en que vemos amenazado nuestro porvenir [1]. En 1989, los pescadores aledaños a Laguna Verde denunciaron la descarga de agua radioactiva en una laguna cercana a la planta nuclear. En junio de 1990, después de casi dos décadas de construcción, arrancó el primer reactor.
III. Pensamiento vegetal. El físico-matemático Bernardo Salas investiga la presencia de radionúclidos antropogénicos en las aguas del Golfo de México y encuentra átomos inestables de cobalto-60 y cesio-137, es decir, desechos radioactivos que llevan más de veinte años sin tratarse, en los cuerpos de agua aledaños a Laguna Verde (Salas Mar, 2015). El pensamiento vegetal aquí, en esta carretera costera, implica, primero, sentarse a pensar lo que los cuerpos sienten, o sentir lo que los cuerpos piensan, es decir, registran, en su materialidad envuelta en la infraestructura nuclear; ese manto silencioso e invisible que instaura una geografía de vulnerabilidad diferenciada: aquí, muerte lenta; aquí, cáncer; aquí, amenaza; aquí, extinción apenas perceptible. Pero también implica preguntarse por los mecanismos que el sueño abstracto de la modernidad encontró para materializarse en esta costa veracruzana en armatoste, tubería, pastilla cilíndrica, barras cruciformes y conformar un reactor nuclear que promete empleos, riqueza, progreso, un nódulo de esperanza para muchos pueblos (Altamirano Miranda, 2018), a cambio de imprimir un registro radioactivo imperceptible en los cuerpos a su alrededor. Aun si las emisiones radioactivas a pequeña escala se acumulan y se vierten sobre pastizales y animales, como asegura Claudia Gutiérrez, la vocera de las Madres Veracruzanas, estos cuerpos, los pastizales y animales, no son contemplados por el Plan de Emergencia Radiológica Externa, diseñado en 1987 por el Comité de Planeación para Emergencias Radiológicas, el cual ofrece, en caso de un ‘improbable’ accidente, una vía de evacuación a los pobladores de la región en un breve folleto en el que también se enlistan los recursos caseros que pueden utilizarse para protegerse de las radiaciones: un pañuelo doblado en 16 pliegues, una toalla mojada, un refugio construido con ladrillos. El pensamiento vegetal opera multiplicando sus extensiones, por contigüidad y exposición prolongada ante aquello hacia donde se extiende (Marder, 2013, 159): una laguna y un átomo inestable, un pastizal y un armatoste de acero, la habitante de una casa de adobe y palma y una toalla mojada.
IV. 2012. Un grupo de policías y militares armados se asientan afuera del palacio municipal de Actopan, Veracruz. Adentro, los representantes de Goldgroup Mining Inc. detallan los procedimientos que se llevarán a cabo una vez que la fase de explotación de la mina en el cerro La Paila comience. Encubiertos tras el lenguaje tecnocientífico, los empleados de la mina aseguran que el daño medioambiental será mínimo, que la lixiviación con cianuro será inocua porque es como disolver una Coca-Cola en un tinaco de agua [2], que las explosiones apenas provocarán sismos de un grado en la escala de Richter, que los huracanes, los vientos, la cercanía a Laguna Verde, todo cuentos de lxs ambientalistas. No dicen que se rebanará de tajo la cabeza del cerro. Que se extraerá hasta el cansancio el oro de sus entrañas. No lo dicen con estas palabras porque aludir al cerro como una entidad viviente al que se le impondrá por la fuerza no un armatoste de acero, sino un socavón de explosivos, podría despertar la memoria, todavía viva, de la imposición de Laguna Verde unas décadas atrás. Alguien, para calmar los ánimos, dibuja en un rotafolio el perímetro del proyecto e intenta convencer a lxs habitantes de que las afectaciones, cuando las haya, estarán contenidas, delimitadas dentro de ese pequeñísimo cacho de cerro que, además, son casi puros potreros. Pero alguien más responde que, desde que empezaron los barrenos, ya se secaron los aguajes: perforación aquí, sequía acá y pone en entredicho la noción misma de delimitación. La mina retumba el cerro. Se tasajea la vida vegetal, los animales, las rocas. Se escucha la estridencia química de la mina en los cuerpos de quienes pueden imaginar la infiltración de cianuro, ácido sulfúrico y otros metales pesados hacia los mantos acuíferos que bajan hasta la costa. La mina no es sólo el tajo abierto en el cerro. La mina es aguas abajo. La mina es las escorrentías ácidas que descienden hasta los manglares. La mina es lo que abre los cuerpos a una vulnerabilidad insondable (Marder & Tondeur, 2016). Una radiación de otra especie asentándose en los cuerpos de agua y minerales, para después asentarse en los cuerpos que dependen del aguaje, de la laguna donde drenan las aguas. Alguien delimita el perímetro del proyecto, la cuenca queda desgajada. Otra catástrofe: socavar el cerro: la ubicuidad perniciosa de un manejo instrumental de la naturaleza (Marder & Tondeur, 2016) ¿Cómo es posible querer destruir una tierra tan pródiga?, pregunta Don Ascención. ¿Para qué nos sirve agarrar algo ahorita si después no hay nada?, pregunta Doña Rosario.
V. Chamal. Intentamos comprender la relación cuerpo-territorio desde las formas de vida vegetales. Escuchar el mundo enmudecido de las plantas en este cerro que recibe la humedad del golfo. Ahí, agazapada encinar adentro, asida al poco suelo que le ofrecen las rocas, crece una comunidad de cícadas chamal. Cada semilla y hoja, una interpretación vegetal de su medio ambiente (Marder & Tondeur, 2016). Una costa donde se impuso la ganadería extensiva es también una cícada que se repliega a la parte alta del monte. Una costa donde se introdujeron los monocultivos de caña y plaguicidas, como parte de tecnocracias desarrollistas, es también una cícada que pierde a su polinizador. Cada cícada ubicada en una porción particular de este cerro crece en un sitio medianamente inhóspito, apenas agarrada a poquísimo suelo, con tan poquita agua, con tan poquitos nutrientes y aún así formando poblaciones densas (Vovides, 1987). Biólogxs y ecólogxs las nombran: patrimonio biocultural, arqueobotánico, biodiversidad amenazada: la cícadas Dioon edule son, quizás, las plantas vivas más antiguas de México. En el cerro La Paila podría haber organismos de hasta 2500 años: fósiles vivientes, relictos vegetales de la era paleozoica. Pensar como una cícada: germinar agazapadas entre las rocas de los montes adonde fueron desplazadas, replegarse en santuarios minerales, entretejerse con un rededor mortífero. Las cícadas interpretan los cambios de uso del suelo de la región, a través de su fisicalidad misma, el hecho bruto de tener una extensión física abierta a todo (Marder & Tondeur, 2016). Extenderse hacia el golfo y hacia el encinar. Entramarse en una roca sin que nosotras podamos comprender cuáles son los mecanismos que ha desarrollado, por millones de años, para escuchar y responder a su entorno. Un corte en el territorio-tierra que despoja a las cícadas del suelo que pisan: un entorno entristecido. El cuerpo – de la cícada, de Doña Rosario, del nacimiento de agua que Doña Rosario encontró seco – no está aislado o deambulando en el vacío, está enraizado en la trama de la vida (Moore, 2020). ¿Cómo germinará en un cerro decapitado toda la inteligencia vegetal que se pretende cortar de tajo?
VI. Raíces. La memoria de las cícadas. Un caudal de memoria vegetal que se agarra apenas a un puñito del suelo mineralizado del encinar que vive a través de la tenacidad de los organismos que van tramándose y tendiéndose en este monte suyo. Escribir que un organismo vegetal tiene memoria es decir que tiene un pasado – de agravios y hostilidad, por ejemplo – que testimonia mediante su extensión física. Por eso, la pregunta por aquellos aspectos ecofisiológicos que han favorecido la sobrevivencia de las cícadas Dioon edule en laderas pronunciadas y entornos rocosos de escasa agua y nutrientes es, también, la pregunta por el registro material de lo que un ser vivo ha padecido en su vida (Marder, 2013, 156). Nos preguntamos dónde queda la impresión, la marca del aprendizaje corporal, tras vivir entramadas en un entorno que apenas sostiene. Aun expuestas a un sustrato vital debilitado, las cícadas extienden sus cuerpos, con suma lentitud y constancia, apenas unos milímetros cada año y, desde ese crecimiento calmo, desde la aparente inmovilidad con la que alcanzan hasta 2000 años de vida, sobreviven y recuerdan cómo lo han hecho, ahí, donde su sensibilidad acéfala ofrece una solución al enigma de la supervivencia. La memoria de sobrevivencia de las cícadas, otra forma de temporalidad acumulada, se alberga y se extiende, sobre todo, a través de sus raíces. En esa región húmeda y fibrosa, se tejen los vínculos que hacen posible su longevidad: una raíz profunda que la ancla a la nutrición de la tierra y un sistema de raíces en forma de coral, que crece hacia arriba a lo largo de la superficie. Estas raíces coraloides son el sitio físico de procesos simbióticos entre algas azul-verdes, hongos micorrízicos y las cícadas. Las raíces de las cícadas devienen el territorio vital de las algas que obtienen carbohidratos a cambio de fijar el nitrógeno para las cícadas, y de hongos que les facilitan la absorción de agua y nutrientes del suelo. Un caudal de memoria simbiótica: el registro de una asociación íntima, que hace posible que la vida se agarre apenas a un puñito de monte. En las raíces coraloides se registra un pacto ancestral entre el suelo, la planta, el agua, los hongos, las algas y el sol. Una estructura de raíz que es un acuerdo pactado entre entidades que se organizaron para sobrevivir en tiempos de catástrofe, de escasez, de sustento amenazado. Pero, también, en la comunidad de cícadas que vive en este cerro veracruzano, el registro de un quiebre. La labor testimonial involuntaria de la acumulación de la radiación, la infraestructura nuclear, la tecnocracia desarrollista de la mina y la tecnología que hizo posible la liberación, la avalancha – a su vez lenta y desaforada – de la muerte sobre la vida (Marder & Tondeur, 2016).
VII. ¿Qué es eso de la radiación? Es una especie de muerte (Alexievich, 2019, 74). ¿Qué es eso de la mina? Es una especie de muerte.
VIII. Mundos vegetales. Nos reunimos para seguir con la reescritura del herbario. Alguien dice que a las plantas se les negó el alma para poderlas maltratar. Lo anoto en mi libreta, a un lado de mi lista de especies vegetales de la región: sauces, higueras, guácimas, guanacastes, cícadas, palmas, helechos, encinos. Todas estas formas de vida vegetal conforman este cerro, en cuyas entrañas palpita la realidad ecológica más elemental: los vínculos hacen posible la vida. Estas plantas tienen un mundo (o acaso mundos) propio sólo si en este “tener” logramos discernir los matices de una relación no apropiativa con el entorno en el que – con el que – los seres vegetales crecen, escribe Michael Marder (Marder, 2013, 158). Reconocemos que los mundos de las plantas, la catástrofe nuclear y el ecocidio exceden nuestros poderes de representación, y aun así, saber que las plantas se extienden entre los pliegues del monte, que la hojarasca regenera el suelo y que la luz solar se reacomoda y transforma en los tejidos vegetales, nos lleva a pensar en el cuidado, aún posible, de los mundos vegetales que habitan y hacen estos territorios. ¿Qué quiere decir cuidar un cerro, a la luz del deterioro de la salud de las personas que lo viven, de la pérdida de mundos vegetales por actividades antropogénicas, de la muerte lenta de los cuerpos de agua de toda una región? ¿Qué implica pensar el agua-cuerpo-territorio, en relación con el racismo ambiental que estructura los procesos de muerte y de vida de la región? (Zaragocin, 2018), ¿podemos si quiera imaginar una relación no apropiativa con nuestro entorno? Un cuerpo enfermo es un territorio enfermo, dice Lorena Cabnal, y los cuerpos enferman porque las violencias y los dolores se quedan impregnados en los cuerpos que atraviesan (López, 2018). El maltrato ecológico se extiende y acumula a través de las estructuras físicas de las corporalidades que habitan y hacen un lugar. La inteligencia vegetal también se extiende sin dejar el lugar en donde su existencia está embebida (Marder & Tondeur, 2016). Vegetalizar el cuidado, escribimos, en este entorno enfermo, es aprender de la vida anfibia de las plantas: atender a los cambios en las condiciones de vida de la tierra, del agua y desplegar mecanismos adaptativos para prolongar una existencia entramada. En una protesta contra la mina en Xalapa, alcanzo a distinguir la cartulina que llevan dos niñas agarradas de la mano: ‘Sí a la vida, no a la mina’. Y debajo, el dibujo de un pez nadando entre las grietas de un río enfermo; en la orilla, un árbol, un mundo vegetal de vulnerabilidad insondable, entristecido.
IX. Las plantas indican el camino (Marder & Tondeur, 2016): la reescritura del herbario intenta ser la inscripción del estar-en-común (Rivera Garza, 2021, 275); una forma, aun si inacabada, con la que exploramos hasta dónde se extiende, con qué organismos se implica, es decir, se entrama, la escritura.
IX. Agonía. En el libro Voces de Chernobyl, Svetlana Alexievich recuenta el relato de un apicultor que escucha la ausencia de las abejas como el signo de un acontecimiento en marcha, un monstruo que está por alcanzarlo: Las abejas se habían dado cuenta, pero nosotros no. Ahora, si noto algo raro, me fijaré en ellas. En ellas está la vida, escribe (Alexievich, 2019, 42). En abril de este año, la laguna del Farallón, el cuerpo de agua más cercano a la central nucleoeléctrica de Laguna Verde en Veracruz, disminuyó su nivel de agua, de hasta 13 metros, a apenas 15 centímetros de profundidad. En algunas zonas, la desaparición del agua ha dejado tras de sí pedazos de tierra seca y partida. Los pescadores de la zona hablan de cambio climático, de sobreexplotación por parte de los ranchos ganaderos, de la extracción de agua por la exploración minera. Estamos viviendo una catástrofe, dicen algunos. Nuestros cerros están heridos. Muy heridos. Manantiales que nunca se secaban en El Porvenir están secos. Irremediablemente secos. (...) La laguna del Farallón se está secando, agoniza, dicen otros. Hay un cerro en donde hace treinta años iniciaron las labores de prospección de una mina y hay, en esa misma región, a escasos kilómetros de una planta nucleoeléctrica, una laguna agonizando, un pelícano atorado entre las grietas, una comunidad de pescadores escarbando, buscando agua para sus mojarras. ¿Qué somos capaces de entender, tras el estallido de conciencia que es Chernobyl?, pregunta Marder (Marder & Tondeur, 2016). Al situar la pregunta en la región costera de Veracruz, donde la catástrofe nuclear permanece como una amenaza y donde la mina opera como un estallido gradual, sus términos se reconfiguran: ¿qué mundos, aun si enmudecidos, somos capaces de escuchar?, ¿quiénes se dan cuenta, quiénes lo notan, en quiénes está la vida?
X. Resistir. Tras el huracán Ernesto, una comunidad robusta de cícadas chamales en El Farallón se derrumbó al ablandarse la arena de las dunas donde se sostenían. Desarraigadas, diezmada su población, algunos organismos fueron desplazados a los jardines de la Central Nuclear Laguna Verde. A partir de entonces, monitoreadas por investigadores del Instituto Nacional de Ecología, se registró un deterioro en la salud comunitaria de las plantas: apenas unos pocos adultos sobreviviendo, sin plantas jóvenes, sin semillas, sin conos, sin polinizadores. La red de interacciones se había roto (González-Astorga, n.d.).
X. 2021. Manejamos de regreso por la carretera costera. Cuando era niña, llegar a casa de mis abuelos, en Boca de Ovejas, implicaba bordear los montes y las lagunas por una carreterita angosta que llegaba hasta Poza Rica. Ahora, en su lugar, hay una autopista que llega hasta Laguna Verde. Nos detenemos a mirar la laguna desecada y la autopista que, a un costado, parece flotar sobre una especie de desierto. A lo lejos, los cerros donde se aloja la mina. Sobre esta misma carretera que lleva a La Mancha, en abril del año pasado, asesinaron a Adán Vélez Lira, defensor de esta tierra y opositor de la mina. Intento imaginar los perímetros que delimitan la extensión de las afectaciones de estos proyectos. Al igual que la lluvia radioactiva, el concreto, las escorrentías, la extracción del agua, el asesinato de defensores ambientales, invalidan nuestras nociones preconcebidas de causalidad y responsabilidad. Intento imaginar, como una deriva de partículas radioactivas súbitamente visibles, la deriva del extractivismo en una línea espaciotemporal que me es imposible trazar: desplazándose por los mantos freáticos, dispersándose entre arroyos y aguajes, desgarrando músculos y tejidos, arremolinándose en épocas de estiaje cada vez más largas. La fuente exacta, el origen, nunca está claro. Tampoco las trayectorias de la extensión: roza y fractura nuestra piel, la tierra y sus capas, las plantas, sus raíces y hojas (Marder & Tondeur, 2016). Las cícadas atestiguan esta dificultad de contener un estallido gradual desde su recinto serrano. Enmudecidas allá arriba, los organismos más viejos se han entramado por más de 2000 años a un cerro que, a su vez, se entrama a las lagunas aguas abajo: su inteligencia consiste en saber entramarse a aquello que las cobija. Entramarse para sobrevivir porque, de acuerdo con Bateson, la unidad de supervivencia es el organismo y su entorno. ¿Qué de planta hay, entonces, en nosotras, en el aguaje, en la laguna, en Doña Rosario, en Adán?, ¿podemos devenir-planta para extender una inteligencia que sepa entramarse a su entorno tras siglos de desplegar nuestra inteligencia como dominación? La dispersión de la lluvia radioactiva en Chernobyl afectó la tierra y su ecología, a la gente, su salud, las instituciones, los preceptos morales, la cultura (Marder & Tondeur, 2016). Desde la carretera alcanzamos a ver una porción de la mina y de Laguna Verde, a través de sus afectaciones territoriales, en el sistema de cerros y lagunas hermanas de esta costa. Podemos imaginar que, sobre las dunas y los manglares, cae una lluvia que se infiltra hasta incorporarse a cada agua-cuerpo-territorio. Podemos distinguir un resplandor en cada organismo y pedacito de tierra afectado por la deriva del extractivismo: el destello incontenible de la planta nuclear: el estallido incontenible de la mina. Pero el pensamiento que separa organismo y entorno, aquel que ve, aquí, una cícada aislada, desechable incluso, no comprende a cabalidad su extensión.
XI. Entorno. Intentamos que la reescritura de estos fragmentos nos ayude a pensar, a través del cuerpo de las plantas, una catástrofe que, en su sentido etimológico, es una irrupción (Marder & Tondeur, 2016). En la costa veracruzana, ha quedado inscrita, como una especie de geología de la irrupción, la historia de una catástrofe que, sabemos, precede, por siglos, a Laguna Verde. Pensar la comunidad de cícadas como el testimonio vegetal de las condiciones de posibilidad de que germine o desfallezca la vida, es decir, como testigo de una catástrofe difícil de nombrar, implica sentarse a escuchar lo que el entorno, la fisicalidad misma del mundo, registra: una labor comunal, escribir entre/para los muertos, escribir entre/para los vivos, un asunto del estar-con-otrx (Rivera Garza, 2021, 268).
XII. Escribe Svetlana: Veo el mundo de mi entorno con otros ojos. Una pequeña hormiga se arrastra por el suelo y ahora me resulta más cercana. Un ave surca el cielo y me resulta más próxima. Se ha reducido la distancia entre ellos y yo. No existe el abismo de antes. Todo es vida. (Alexievich, 2019, 42)
Alexievich, Svetlana. 2019. Voces de Chernóbil: Crónica del Futuro. Debolsillo.
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