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Relato y reescritura

Published onApr 28, 2023
Relato y reescritura
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Mamá me confesó: ¿sabes? Odio las flores y los árboles. Dijo eso y se asustó de sus propias palabras, porque había crecido en el campo y todo eso lo conocía y lo amaba.

La hierba, las flores …. Todo ‘crepitaba’ (Alexievich, 2019, 92)

Leyendo El narrador de Walter Benjamin (Benjamin, 2010), descubrimos que hay formas  de la transmisión humana que parecen estar en camino de extinción. Particularmente, la narración oral y la potencia misma del relato en voz alta no priman en la discursividad contemporánea. Benjamin nos enseña que la narración, como manera singular de transmitir un saber, no implica sólo contar y relatar, sino también – y sobre todo – requiere de su contraparte: escuchar. El que escucha presta atención y tal vez incluso quiera recordar el relato. Puede suceder que, además, de forma inesperada o inconsciente, reciba alguna instrucción práctica que no esperaba al iniciar la lectura. La narración de historias conlleva un cuento, un relato, un gesto del habla para la continuidad de la vida. Tiene de algún modo una finalidad práctica que puede, o requiere, estar velada. Tiene un propósito instructivo que suele estar cifrado. Así, la narración implica un pasaje, una transmisión de la verdad. La lectura de Benjamin nos advierte que, en el relato, el éxito de la comunicación del mensaje será mayor si la intención no es evidente desde el principio, porque la narración funge como el vehículo del misterio. No sucede así, en cambio, con los datos o los reportes informativos inmediatos o la clasificación algorítmica contemporánea. El saber de la transmisión generacional es más profundo y trascendental cuando implica hacer un trabajo con el relato. Una escucha activa y una interpretación por parte de quien lo recibe, es una especie de reescritura en la diseminación. De ahí la fragilidad y contingencia de ese modo de transmisión que amerita del trabajo de relación y de escucha.

Cuando leo Voces de Chernóbil, el texto me lee. Me hace espejo. Me devuelve el soplo de vida, me agita, me incomoda. Me quita la tranquilidad y la confianza en la vida cotidiana y en la aparente naturalidad de mi entorno inmediato, en mis acciones más simples e impensadas, en sus consecuencias. Se me vuelve necesario resistir y no continuar la lectura. Hacer una pausa porque sólo puedo leer en la tensión que existe entre poder y no poder continuar. ¿Podría ignorar ese legado, podría pasar por alto esas voces? ¿Cómo recibir los testimonios? Ellos hacen tambalear mi estar en el mundo, en tanto lo que dicen y lo que no pueden decir. Conmueven y concitan en aquello que se resiste a las palabras y a la representación y a la comprensión toda. El coro de voces, las historias, y la forma de escuchar y de escribir de Svetlana Alexievich me devuelve una verdad sobre mí y sobre mi propia vida: mi finitud y, a la vez, mi trascendencia en las huellas que dejará mi paso por el mundo. Inevitablemente, aunque no sea consciente de todas ellas ni de sus efectos futuros.

Para dar testimonio de lectura y recibimiento de El Herbario de Chernóbil (Marder & Tondeur, 2016), habría querido escribir un relato, una historia de vida desde la herida abierta, en retribución al señalamiento de Walter Benjamin y a la gran entrega de Svetlana Alexievich. Un texto  que no fuera escrito para el sentido, la ciencia, la creencia o la disertación puramente estética. Un texto que hablara de la vida a la vida. Un relato que encontrase rápidamente su resonancia en la lectura del que encuentra y abre la carta. Pero no podía. Como todos ellos dicen, no es fácil hablar del acontecimiento Chernóbil.

El enigma de la transmisión o, ¿cómo se reescribe un herbario?

‘¡Ojalá pluguiera a los dioses que la sabiduría, Agatón, fuera una cosa que pudiera verterse de una inteligencia a otra cuando dos hombres están en contacto, como el agua pasa de una copa llena a otra vacía a través de una tira de lana!’, dijo Sócrates en El Banquete (Platón, 2005). Si acaso algo podemos saber de la verdad, es a través del trabajo con el enigma. Y no se da por contigüidad o por simple contacto, conversación o convivencia entre dos personas. Es un quehacer más parecido a lo artesanal que a la producción industrial. Lleva su tiempo y su estilo. El saber de la verdad, o el saber que más importa al sujeto deseante es el que viene bajo la forma de un enigma y presenta de entrada lo que no se comprende, lo ilegible, lo difuso, los bordes del relato, lo que hace estallar la consciencia y la hace arder en preguntas y reflexiones: ¿por qué? ¿Cómo llegó a pasar esto?

Después de leer Voces de Chernóbil, se hace patente la revelación de que no somos partículas libres, independientes y autónomas, sino claramente sujetos. Sujetos en dependencia unos de otros. Todos. Todo. Pero, ¿qué formas de relación produce esa interdependencia? ¿Es la misma en todo momento y lugar? Cada relato en el libro, Svetlana lo nombra monólogo. Y cada título en sí mismo es un poema. Cada voz aporta un legado, una lección, una herida y un consuelo, muchas preguntas. Y son al mismo tiempo monólogos que emergen del diálogo. Ella acude a escuchar a los testigos, a los sobrevivientes que más próximamente fueron marcados por Chernóbil como un significante crucial en sus vidas. Su presencia como testigo de los testigos no está omitida en las historias. Ellos le dirigen palabras, dudas, quejas, reclamos. Pero las historias la trascienden a ella como única interlocutora. Ella recibe y sostiene lo que dicen, lo apunta pero no lo hace monumento del dolor ni de la queja, sino que lo entrega también en un gracioso gesto de reflexión a los otros y, con ello, da testimonio para la posteridad. Me interesa su manera de editar. Una singular manera que no responde al registro periodístico, histórico, político o incluso meramente literario o estético. Mantiene la pluma y la tensión en los claroscuros del discurso. En la zona gris. Pone el acento en la torsión, en la revelación de que nada es ajeno y todo está jugándose en vínculos a la vez sutiles y expuestos que no son inmediatamente claros para la consciencia humana. Se revela una unión tragicómica. Dicen algunas de sus voces: ‘¿De qué hablar, de la muerte o del amor? ¿O es lo mismo?’.

Creo que Svetlana reescribe y que El Herbario de Chernóbil es reescritura y continuación del dispositivo que está abierto en Voces de Chernóbil: un dispositivo de transmisión de la memoria, de escucha y atención de las consecuencias ocultas a la inmediatez de la consciencia, del oído o del ojo. Es una apuesta a la atención de la historia omitida, al sufrimiento de las gentes, al testimonio silencioso (o silenciado) de las plantas, al reconocimiento de la exposición sin escapatoria, de la vulnerabilidad. La reescritura que Svetlana hace con los testimonios da cuenta de lo inconsciente. Testimonia de ello. Su entrega literaria es mucho más que la mera transcripción o el reportaje pleno. Acá se trata de la práctica de los cortes y la introducción de ciertas puntuaciones. De ahí la renovada fuerza de legibilidad que arroja. Sin pretender cubrir con nuevos velos que presuman totalidad. La manera y el estilo de sus relatos no se pueden capitalizar. Mantienen abierta la tapa del reactor, el asombro, la consciencia estallada. Haciendo resistencia a la comprensión, las historias urgen a un trabajo colectivo de lectura, escucha y reescritura.

Terrícolas por un rato, de paso por este mundo

Recibo el gesto de genuina transmisión, si se puede decir así, en las voces que Svetlana Alexievich nos hace llegar a través de su escucha, escritura y edición. Y también encuentro ese traspaso de la urgencia por pensar Chernóbil y sus consecuencias en las reflexiones de Michel Marder y los fotogramas de Anaïs Tondeur, que nos entregan en El Herbario de Chernóbil. Ninguno de los dos libros es documento para la ciencia ni para la historia. Son …. ¿para la consciencia? ¿para el alma? ¿para la vida humana? ¿Son un guiño a nuestro ser en falta, sujeto, dividido? ¿A qué o a quién están dirigidas esas plegarias, esas voces, esos fragmentos reflexivos, esas crónicas del futuro, esas muestras de la marca invisible de la radiación? ¿A nosotros, a nuestros hijos? El Herbario de Chernóbil para mí es el efecto de una transmisión recibida que al mismo tiempo se relanza, se dispersa, vuela hacia otros. No sólo los radionúclidos contaminantes se dispersan, se desplazan, también las voces, las plantas, los fragmentos reflexivos de Chernóbil, las palabras y el suspenso finalmente nos llegan. ¿Cómo mirarlas, cómo recibirlas? ¿Cómo dar cuenta de que algo fuerte, impactante, de proporciones impensables ha efectivamente ocurrido?

Yo no fui testigo o víctima directa del estallido en Chernóbil, pero no soy ajena. Terrícola por un rato, de paso por este mundo, recibí ese acontecimiento a mis seis años de edad. Recuerdo haberle preguntado a mi padre cuando era una niña si él pensaba que alguna vez seríamos tanta gente en el mundo que no tendríamos más que un metro cuadrado de espacio para cada uno. Él me dijo que sí, tal vez, pero probablemente para ese entonces él ya estaría tres metros bajo tierra. Así él me informaba de dos cosas: que algún día iba a morir, y que algún día la cosa en el planeta podía ponerse color de hormiga. Crecí con la consciencia de que algo grave podría pasar colectivamente en cualquier momento. Mi papá murió veinte años y un día después del estallido en Chernóbil, justamente un 27 de abril de 2006. Fue asimismo un año antes de las graves inundaciones en Tabasco, donde vivíamos, en 2007 (Bernal, 2021), y mucho antes de la pandemia por COVID-19. Mi papá sabía que había tragedias y desgracias. Sabía también que iba a morir sin poder atestiguarlo todo y sin poder estar para protegernos en el futuro. Sabía que morir era necesario. ¿Qué podía importarle a mi papá la vida? Él mismo se sorprendía de que su propio padre, mi abuelo, a los 80 y tantos años aún se preocupara de ir al dentista a arreglar su dentadura. Mi abuelo también estaba preocupado de que estallara una revolución a raíz de los ánimos políticos crispados en las elecciones presidenciales en 2006 en México. En aquel entonces él tenía 89 años. Un hombre muy mayor todavía preocupado por el futuro del mundo. Me decía que la gente de antes enterraba la basura y que eso abonaba la tierra y que así debía ser. No entendía este exceso de plásticos y empaques. Ahora veo que la dificultad para hablar de la tragedia llevó a Marder a darle voz a las plantas, y a Svetlana a los sobrevivientes, y a mí a intervenir sus palabras intentando degradar, descomponer, descolocar y desenfocar el centro para, acaso, acercarme a la verdad como lo hace Bracha Ettinger con las fotografías de los que murieron en los campos de concentración nazis. Para trabajar con el horror a partir de difuminar, editar, reescribir las imágenes, las palabras, los conceptos. Utilizar otro registro que el de la erudición, resignificar la lectura posible. Pluralizar, diseminar.

Una catástrofe del tiempo

Lo que explotó en Chernóbil fue algo más que un reactor nuclear. Su principal víctima fue el futuro del hogar humano, lo que denominamos sucintamente como hábitat natural: en medio de los elementos aire y agua, la tierra y la luz solar; con plantas y animales; en las proximidades de bosques y ríos, como Prípiat. Fue algo sintomático de la pérdida de un mundo en el que aún se pudiera respirar, vivir y simplemente ser (Marder & Tondeur, 2016, 42)

‘¿De qué dar testimonio, del presente o del futuro?’, se pregunta Svetlana Alexievich en la entrevista consigo misma al inicio de su libro Voces de Chernóbil (Alexievich, 2019, XXXIX) Han pasado trece años desde que leí por primera vez ese libro y aún resuena con fuerza en mí la acuciante agudeza de la cuestión. No es fácil de comprender. Su sonoridad, atractiva y potente, se revela como el planteamiento de un enigma. Algo que se sustrae al discernimiento desde la experiencia de las cosas. Una paradoja, ¿testimonio del futuro? Parece absurdo. En una cierta lógica temporal, y en una cierta concepción de la consciencia humana, el testimonio sería la palabra cabal del testigo, la constatación ante otros de lo que ha acontecido, de aquello que ya ocurrió. Entonces, ¿de qué manera se podría dar cuenta, testimonialmente, de lo que está aún por suceder? Quizá justo en la medida en que reconozcamos que no es tanto la consciencia la que entrega ese conocimiento, sino aquello que es del orden de lo inconsciente. El traspaso de una vivencia de una generación a otra requiere del desciframiento. Pasa velado, aunque sea evidente. Hay algo de la verdad que el propio testigo no puede completar con su saber o con su razonamiento. Lo que entrega como don, lo excede a él mismo. Un testimonio así estaría más allá del campo jurídico y de la necesidad de comprobación de los hechos. Las palabras, los silencios y los actos que comportan la verdad, la transmiten, la diseminan en marcas que exceden a la razón y al propio ‘Yo’ que las enuncia.

¿Son las voces de Chernóbil, recogidas en la entrega editorial de la escuchante y escritora, las que, como sedimento de una experiencia intensa, anuncian el futuro, la material posibilidad de la extinción de la vida en este planeta? ¿O, literalmente esas voces dan cuenta de un futuro que en su tiempo se imaginaba imposible (una explosión en una central nuclear soviética) que, por tanto, efectivamente aconteció y tuvo consecuencias en el mundo entero y para la eternidad? ¿Es la contaminación nuclear y la tragedia ocurrida en Chernóbil el parteaguas de la historia humana en la Tierra, rebasando todos los horrores pensables por la guerra, el hambre, la muerte por enfermedades y todo tipo de catástrofes? ¿Acaso lo que ocurrió tiene siquiera dimensiones imaginables, asimilables? ¿Son sus sobrevivientes y sus testimonios la carta viva abierta al mundo futuro? ¿Hay un futuro? Alexievich responde con su escritura al enigma: se trata de una catástrofe del tiempo, dice. Y ciertamente se lo puede pensar así mirando el conjunto de los testimonios que nos presenta, recolectando los fragmentos, dejando a las palabras herir nuestra propia consciencia de la vida. Su lectura nos hace partícipes del estallamiento que desordena todas las categorías, las cuestiona, las hace añicos.

De la vida a la vida

En ese momento todos éramos plantas.

Pero también las plantas se adaptan más fácilmente.

Sólo nuestra exposición, la humana, implica pura vulnerabilidad, pasividad, impotencia.

Nosotros, las otras plantas …. (Marder & Tondeur, 2016, 22)

‘Esto se apoya en la nada’, escribe Svetlana. La hondura de la catástrofe se profundiza en la ausencia de representación y de toda posibilidad de darle un sentido. Cuando se habla de la catástrofe ‘es tan fácil deslizarse a la banalidad del horror’, añade. También lo veo. Ciertos modos de comunicar el acontecimiento conllevan el peligro de tornar a lugares comunes: religiosos, políticos o sensacionalistas. Banalidades espectaculares que pueden obturar la viveza del misterio que intenta mantenerse como piedra de afilar del pensamiento. ¿Para qué escribir más? ¿Por qué resistir al comportamiento autodestructivo? ¿Con qué afán hacer saber? ¿A qué se orienta la necesidad de mostrar la verdad, aún en su enigmático decir a medias? Mucho tiempo me retuve en esas preguntas, incapaz de iniciar este escrito. Intentaba recibir y reescribir. Pero, ¿en qué apuesta inscribirse? Me he preguntado por el anhelo que alojan los que hacen hablar a las plantas o aquellos que fuerzan la intimidad de sus historias para darlas al mundo. ¿De dónde viene el deseo de que la vida humana continúe? ¿Es esa la preocupación que da existencia a estas escrituras? Y quizá justamente no provienen de una consciencia abatida sino de algo superior: la vida misma … no lo sabría decir. Leo en Lacan que Bichat dijo que la vida es el conjunto de fuerzas que se resisten a la muerte y entonces entonces un relato asalta el recuerdo:

Uno sí se acobardó; tenía miedo a salir de la tienda, dormía con el traje de goma que se había fabricado él mismo. ¡Un cobarde! Lo echaron del Partido. El hombre gritaba: ‘¡Quiero vivir!’ (Alexievich, 2019, 78)

La vida lucha, en relación dialógica con su entorno, con su medio, quiere vivir. Vida en lo que sea que viva, vida llora, pelea por existir, vida insiste, vida nuda, muda, se transforma. La vida que nos habita, ¿qué reclama? Acaso ella indiferente a nuestra limitación, insiste en hacernos mostrar lo indecible, ‘los pudores y vergüenzas’, los testimonios de nuestra imposibilidad. ¿La vida nos excreta? ¿O es que la hacemos vida al nombrarla y representarla y dárnosla a la vista, y al conocimiento, a la consciencia, en mil formas de expresión humana? ¿Es nuestra existencia finalmente una interpretación? Una vez entrados en el lenguaje, ¿acaso hay algo afuera del orden significante? Si es que se puede decir que hay algo que no piensa o que no simboliza …. ¿El mundo es todo interpretación? Quizá sólo haya vida que se multiplica en la interpretación, que se bifurca en la trama de tensión imaginativa, creativa, polivalente. Que habita también en lo simbólico, sin pretensiones totalizantes. Las palabras se imprimen en la vida y la hacen asimismo posible o no. Pero esa espesura, ese exceso de significación impenetrable, es acaso de lo que se trata el legado de Chernóbil para la humanidad en la Tierra: no todo, no podemos pretender conocer, controlar, comprender, significarlo todo. Pero si hay agujero en ello, tal vez sea bajo la forma de la interpretación negativa, la no sabida, la minúscula, la pequeña raíz que invisible responde a la adversa condición que trata de someterla o hacerla desparecer. En la vida de los otros – que al final somos todos, plantas, animales, humanos – ¿se puede transmitir un saber, una interpretación, sin que se diga, sin que se sepa?

Riesgo o nosotros estaremos, como siempre, perdidos

‘¿Quién puede imaginarse aunque sea por un segundo el panorama si hubieran explotado los tres reactores restantes? Los bomberos de aquella noche han salvado la vida misma. El tiempo de la vida. El tiempo vivo’ (Alexievich, 2019, XLV), nos recuerda Svetlana. Aquí me gustaría citar a Jacques Lacan, quien responde a una entrevista en 1974 para la Revista Panorama:

En la actualidad, ¿qué relación hay entre la ciencia y el psicoanálisis?

Para mí, la única ciencia verdadera, seria, a seguir, es la ciencia ficción. La otra, la oficial, que levanta sus altares en los laboratorios, avanza a ciegas, sin meta. Y comienza a tener miedo hasta de su propia sombra.

Parece que a los científicos les llega el momento de la angustia. En sus laboratorios asépticos, con sus batas almidonadas, esos niños mayores que juegan con cosas desconocidas, fabricando aparatos cada vez más complicados e inventando fórmulas cada vez más abstrusas, comienzan a preguntarse por el futuro, adónde terminarán por llevar esas investigaciones siempre nuevas. ¿Y si finalmente – digo – es demasiado tarde? Los biólogos se lo preguntan ahora, o los físicos, los químicos. Para mí, están locos.

Sólo ahora, cuando están a punto de destrozar el universo, se les ocurre preguntarse si por azar eso puede ser peligroso. ¿Y si todo saltara? ¿Y si las bacterias cultivadas tan amorosamente en los blancos laboratorios se trasformasen en enemigos mortales? ¿Y si el mundo fuera barrido por una horda de esas bacterias, con toda la estupidez que lo habita, comenzando por los científicos de los laboratorios?

A las tres posiciones imposibles de Freud, gobernar, educar, psicoanalizar, agregaría una cuarta: la de la ciencia. Salvo que los científicos no saben que su posición es insostenible.

– Una definición bastante pesimista de lo que se llama progreso.

No, nada de eso. Yo no soy pesimista. No pasará nada. Por la simple razón de que el hombre es un inútil, incluso incapaz de destruirse a sí mismo. En lo personal, encontraría maravilloso que el hombre produjera una calamidad total. Sería la prueba de que, finalmente, ha logrado hacer algo con sus manos, con su cabeza, sin intervención divina, natural o de otro tipo.

Todas esas bellas bacterias sobrealimentadas para el entretenimiento, extendidas por el mundo como las langostas bíblicas, significarían el triunfo del hombre. Pero eso no pasará nunca. La ciencia atraviesa felizmente su crisis de responsabilidad, todo volverá a entrar en el orden de las cosas, como se dice. Lo he anunciado: lo real tomará la delantera, como siempre. Y nosotros estaremos, como siempre, perdidos (Lacan, 1974)

Insistencias o … necesitamos nuevos libros

‘Necesitamos más que nunca nuevos libros, porque a nuestro alrededor nace una nueva vida’, dice la voz de una maestra rural. El resabio, algo muestra. El discurso, el concierto ‘silencioso’ de las plantas de El Herbario de Chérnobil nos revela la belleza y la monstruosidad y la herencia, el legado al que despertamos con sorpresa al reconocernos en la fotografía de quien no nos ve con los ojos. Un revelado en negativo. Las imágenes que bellamente nos presenta Anaïs Tondeur en El Herbario de Chernóbil revelan una existencia desconocida. Muestran la persistencia de la vida, que insiste pese a todo. La consciencia, por otra parte, no siempre. Ella rehuye. La voluntad de saber incluso puede que estorbe. Mucho saber a veces nada revela. En cambio, el testimonio de los fotogramas grácilmente indica que la sabiduría de las plantas, aún en zona de devastación, no se sabe, sólo se vive. ¿Hacia dónde va la búsqueda, la insistencia de la vida en las plantas? ¿Cómo se comportan interpretando su entorno para poder crecer y vivir? Camino del desarrollo vital, más que en las luces de la consciencia, lo inconsciente opera como una fábrica de tejidos finos: máquina productora incesante de composiciones, ediciones, mixturas …. Una multiplicidad de posibilidades. Mezcolanza. No arbitraria. Arriba y abajo, en la superficie y en la profundidad, no hay nada al parecer sin relación y sin consecuencias en el espacio-tiempo. La interpretación de las plantas es testimonio de su relación con el otro, el ambiente, el medio, el hábitat, su casa. Su relación con su entorno, su vínculo necesario, nunca suspendido. Ellas reaccionan a lo que hay, se vinculan con eso, y no con otra cosa, no con un más allá o más acá, simplemente responden a eso, a lo que hay: sea abono o sea veneno, sea propicio o sea lo inverso. Viven o mueren, se adaptan, se bifurcan, se retuercen, cambian, modifican su camino, buscan la humedad necesaria, buscan insistir, sobreponerse. No dan la muerte por hecho ante la catástrofe, ni conceden tan fácilmente su retorno a la tierra de la que han partido siempre hacia el sol buscando calor.

Nos necesitamos en nuestras recíprocas diferencias. Nuestra vida humana depende de ellas, nuestras diferencias y semejanzas entre las plantas, los otros animales, la tierra, el agua, el sol, el aire … todas esas diferencias son verdades tan claras, tan evidentes, tan ciertas, que la perversión sólo ha podido efectuarse en el ocultamiento de esa interdependencia, en su negación. Hay un saber de la continuidad entre unos y otros que se produce necesariamente en la experiencia del encuentro con el mundo. Mundo y vida. Nos necesitamos mutuamente, dependemos, somos sujetos. No sólo a la naturaleza, también a la representación, y al significante y a lo que, a pesar de todo, no se puede decir, la verdad. Somos finitos pero nacemos en deuda con un pasado y debemos dar paso, pase y tributo al futuro. Somos seres de paso.

Respuesta imposible a una carta del futuro

– Papá, ¿crees que algún día haya tanta gente en el planeta que no tengamos más que un metro cuadrado de espacio para cada uno?

– Sí. Pero para entonces yo ya estaré tres metros bajo tierra ….

– Papá, ¿crees que el fin del mundo sea muy terrible?

– El fin del mundo es cuando uno muere …. Por otra parte no estoy de acuerdo en que se rediman los pecadores que se arrepintieron en el último momento. No me parece justo.

–Papá, ¿qué es la muerte?

– … es la continuidad de la vida. Es un ciclo. Tenemos que morir para abonar la tierra que hará crecer las nuevas plantas que darán sustento a los ganados que alimentarán a las futuras generaciones, que también morirán para que vivan otros.

Timpanizar …

¿Qué somos capaces de entender? ¿Está dentro de nuestras capacidades alcanzar y reconocer un sentido en este horror del que seguimos ignorándolo casi todo? Cambia el significado si escribo el horror de que seguimos ignorándolo todo? Porque ahí el horror sería lo que ignoramos, pero si escribo del horror, entonces, el objeto es el horror mismo.

Si bien, como las plantas, somos interpretación reactiva de lo que acontece en lo real, nuestro estar en el mundo tiene consecuencias distintas. Hénos aquí. Continuamos vivos, ¿pero de qué manera? ¿Cómo responderemos de esto ante nuestros hijos? Me sorprende que actualmente ya no se acuda al relato. La transmisión contemporánea incluye paseos de turismo nuclear y videojuegos de realidad virtual que estimulan un saber, al menos en apariencia, más bien morboso. Estas formas de transmisión hacen un sensible contraste con la entrega literaria de Svetlana Alexievich. Para dar testimonio de lectura y recibimiento del Herbario de Chernóbil me planteaba la importancia de la transmisión y los enigmas de su traspaso. Pensaba que la apuesta de Benjamin era el camino, y el ejemplo era el testimonio de Svetlana. Concibo el trabajo de las reescritoras que somos, como el de los microorganismos que ayudan a descomponer los desechos para poder abonar nuevamente la tierra. Para convocar a la vida a partir del desastre. El Herbario de Chernóbil testifica eso. No porque el ADN sea simplemente una escritura que da cuenta de la vida que interpreta y se relaciona con su entorno, sino porque también la interpretación humana y su intervención en el mundo, traza, marca, deja huella para las generaciones venideras, como lo ha sido siempre, y genera las condiciones de posibilidad que se habrán de heredar. Y en lo que se reprime, reverbera la vida, la insistencia. La vida está en otra parte, donde nuestros deseos mantienen su esperanza, fuera del tiempo y de los hechos comunes, en la singularidad y en el imaginario de cada uno. El mundo no es una totalidad accesible. Sólo podemos acercarnos a través de sus fragmentos. Es ante ello nuestra razón enmudecida y cualquier palabra se vuelve impropia o insuficiente.

17 de octubre de 2021

Soñé que dormía en una profunda oscuridad. Soñé que me despertaba saber que se había ido la luz. Se iba la luz mientras dormía y cambiaban las condiciones de mi sueño. Algo me hacía despertar bruscamente. Veía entonces un resplandor que, tras de la ventana frente a mi cama, marcaba una imagen en la cortina, la estampaban con un reflejo como de rayo. Eran los fotogramas de la copa de un árbol. Veía sus ramas, sus hojas en una escena como la de esqueleto cubierto de hojas. Al tiempo veía con atención las imágenes con formas ovoides y decía: allí dejaron algo para leer. Me tranquilizaba y volvía a dormir. Todo ocurrió dentro del mismo sueño.

Referencias


Alexievich, Svetlana. 2019. Voces de Chernóbil: Crónica del Futuro. Debolsillo.

Benjamin, Walter. 2010. El Narrador. Santiago de Chile: Ediciones metales pesados.

Bernal, Etelvina. 2021. La inundación está en otra parte. Villahermosa, Tabasco, México: Universidad Juárez Autónoma de Tabasco.

Lacan, Jacques. 1974. ‘Entrevista a Jacques Lacan en la revista Panorama’. Translated by Margarita Álvarez. Crisis, Número 27, Textos para el siglo XXI. https://elpsicoanalisis.elp.org.es/numero-27/entrevista-a-jacques-lacan-en-la-revista-panorama-1974/.

Marder, Michael, and Anaïs Tondeur. 2016. The Chernobyl Herbarium: Fragments of an Exploded Consciousness. Londres: Open Humanities Press. http://www.openhumanitiespress.org/books/titles/the-chernobyl-herbarium/.

Platón. 2005. Diálogos: Fedón, o de la inmortalidad del alma; El banquete, o del amor; Gorgias, o de la retórica. Translated by Luis Roig de Lluis. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. https://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcqv3w0.

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